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Los meditadores

La semana antepasada viajé a El Salvador para un curso de diez días de meditación vipassana.

Y allí estaban los meditadores.

Horas y horas. Las piernas cruzadas.

Tembló. Se vino a pedazos el mundo, se asentó el invierno nuclear, se secaron los mares, invadieron los selenitas.

Pero ellos seguían meditando.

Parece que los meditadores han descubierto cómo convivir con el gran, con el insoportable lunes de todos los días.

Y a los otros, que andamos tirando los malos intestinos por las calles y largas avenidas, y cuya mediocridad vejatoria es no saber sino sufrir y no saber, nos miran como al tanto de otra cosa. Y nos echan una mano. Y sin embargo ellos también llevan sus propios intestinos de fuera.

De mirar viven. Con la sola mirada traspasan los cuatrocientos muros, los cuatrocientos icebergs.

Comen en silencio, miran los pájaros en silencio, mean silenciosamente.

Uno de sus mayores pasatiempos es cortarse a sí mismos en pedacitos, nanopartículas, fragmentos sucesivamente más y más pequeños, hasta desaparecer por completo. Y luego toman el sol. Pero el sol no existe.

Gustan de acuchillar una a una todas sus identidades, ideologías, distribuciones, enfoques, referencias, todas las beatas formas de querer ser cualquier cosa que dure. ¿No hablaba Éluard del duro deseo de durar? Sobre algo ridículamente efímero como una mera sensación el hombre ha construido civilizaciones enteras. Sobre el deseo, Auschwitz. El meditador lo sabe: y por eso acuchilla. Degolla. Tremendo desmoche. Gigantesca masacre. Sangre ya tibia ya fervorosa ya lenta, calando el cojín de meditación. Los meditadores saben, con Cernuda, que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.

Una pregunta que vuelve locos a los seres.

Y por eso meditan.


(Texto publicado en mi espacio columnístico Buscando a Syd, del diario El Periódico, de Guatemala, el 9 de agosto de 2007.)

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