Ser buscador es una cosa hermosa. De veras que lo es. Pero también hay ese riesgo de quedarse atrapado en esa búsqueda, sea cuál sea. Búsqueda que luego empieza a tomar texturas laberínticas. Llega un momento en que si sigues buscando te empiezas a envenenar por dentro.
Otra cosa con la búsqueda compulsiva es que trae un resto de dispersión. Es como un niño que está corriendo hacia todos lados, pero de hecho no está corriendo hacia ninguno. En el caso de un niño es lindo, pero en el caso de un adulto hecho y derecho, tanta indecisión, tanto correr y derrapar, es triste. Si no queremos ser llevados por el viento, si no queremos convertirnos en entes fantasmales, hay que echar raíces.
Echar raíces no es así nomás. No es sencillo encontrar una tierra firme, buena y sana donde echarlas. De todos modos es necesario hacerlo. “Yo no busco, yo encuentro”, dijo, en su poderosa manera de decir las cosas, Picasso. Yo creo que buscaba un poquito, pero definitivamente encontraba.
Encontrar, qué proceso fascinante. Es como ser tocado por un relámpago. Realmente como enamorarse. Pero siendo un proceso tan exquisito, solo es el principio del asunto. Luego viene algo más profundo: el compromiso. En efecto, hay una diferencia muy palpable entre enamorarse de alguien y ponerle el anillo. Así como de hecho hay una diferencia rotunda entre ponerle el anillo y construir un hogar. No estoy escribiendo una apología al matrimonio. Es solo una metáfora. Aunque una muy poderosa.
El compromiso implica, para empezar, renuncia. Siguiendo la metáfora del matrimonio, para comprometerse con una mujer tengo que renunciar a las otras cinco. En vez de cavar un poquito en muchos lados, el asunto es cavar en un solo sitio con determinación: solo así encontraré agua.
Lo mismo podría aplicarse a otras áreas. Así por ejemplo la política: mi pensar es que conviene explorar a fondo las distintas posibilidades ideológicas, para luego tomar una posición clara. Otro ejemplo sería la religión: no puedo ser jainista y yoruba y protestante al mismo tiempo. Tengo que elegir o de otra manera caeré en una diáspora inoperante, en una suerte de promiscuidad o confusión de lo sagrado. Esto también aplica a la escritura. Como escritor, he explorado muchas posibilidades, lo cuál valoro enormemente, pero siento que he llegado a ese momento de mi vida en que tengo que comprometerme con una línea creativa. En mi forma de verlo, los únicos especiales serán los consistentes.
Igualmente como el compromiso demanda renuncia también demanda toda clase de afirmaciones: afectos, estructuras. Sin afectos y estructuras la promesa no vale nada. En esos afectos y estructuras hay una toma de responsabilidad, asumida libremente.
Las estructuras no tienen por qué ser convencionales. Por ejemplo, uno puede comprometerse con el matrimonio abierto –que es una estructura, y una muy admirable, muy difícil de mantener. El compromiso no implica en ese sentido ser conservador.
Tampoco quiere decir rigidez. Podemos estar posicionados, sí, pero de todas maneras preservar la apertura, lo cual es siempre excitante. La rigidez es tremendamente aburrida... y peligrosa.
Pero hay que insistir: no hay felicidad ni realización sin compromiso. La única forma de morir bien es habiendo vivido de veras. Y pregunto: ¿cómo vivir de veras sin comprometerse con la vida?
(Buscando a Syd publicada el 3 de noviembre de 2016 en El Periódico.)
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