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Milanesa


(Columna publicada en Buscando a Syd en agosto de 2017.)

El otro día me comí una milanesa. Para muchos no quiere decir mucho, pero para mí es un gran rollo. Lo es porque soy vegetariano. Y soy vegetariano por razones animalistas. No les voy a dar aquí el repaso Okja, pero tal es básicamente mi stand moral. Por ende, en mi caso significa una gran caída ética –una culerada, en corto– el comer carne, especialmente por placer, y más después de todo lo que he venido pontificando sobre el tema. Por mi forma de ser (Uno en el eneagrama) doy mucha importancia a este asunto, como veremos complicado, de la integridad.
           
A la vez me he ido relajando, porque me he dado cuenta de cómo el poder moral es susceptible de degenerar en moralismo, dogmatismo, santurronería. Cosa que hemos visto mucha en el país, últimamente, con la emergencia de los califatos pluralistas y los héroes institucionales y ciudadanos, tan prístinos e inmaculados, tan Incorruptos, pues. Yo desconfío un tanto de esos jergalistas y me consta que muchos son como sepultos blanqueados.
           
Como yo, por demás. Hechas las cuentas kármicas, nunca hemos de salir tan bien parados, como a veces pretendemos. Sea porque colaboramos activamente con alguna forma de transgresión, o por el hecho de formar parte de un sistema que es transgresor en su globalidad y en su interdependencia, y del cual nadie, y digo nadie, escapa. Si pudiéramos medir la huella de integridad como se mide la huella de carbón, nos encontraríamos con cosas muy desagradables.
           
También ocurre que a veces somos muy virtuosos para unas cosas y muy ruines para otras. Puede que un individuo sea muy probo respecto a no robar, mientras engaña día y noche a su esposa. Puede que mantenga un código feminista intachable, pero ignore el trato y muerte que dan a los animales en los campos de concentración cárnicos. Puede que sea un individuo con ciertos principios de llave y cerradura, pero sus clientes o patrocinadores, de quienes recibe dinero, lo sean menos. Etc.
           
Nuestras rupturas éticas no nos impiden evangelizar en Facebook como si no hubiera mañana, acusando a los demás de deficientes morales. Lo cual impone una pregunta: ¿qué tanto derecho tengo a pregonar tanta decencia, con semejante joroba en mi espalda? Soy parte de una batería y ejército de incontables fariseos que, atizados por las redes sociales y la opinión cultiparlista, van creando una atmósfera insufrible e histerizada, en el país y en el planeta. Aunque no tenemos muchas veces el contexto todo y la data entera, somos increíblemente veloces en condenar al otro. 
             
Lo cual es cada vez más difícil, dado que las coordenadas morales han cambiado notablemente. Nuestros antepasados nos dieron soluciones deontológicas solidas, como hierro bruto. Con la modernidad muchas de esas soluciones fueron ampliamente cuestionadas. Lo que llevó a pavimentar la carretera hacia el pluralismo, con sus abruptas transvaloraciones. Hasta el punto que hoy abundan zonas liminales, indeterminadas, flotantes, en donde ya no sabemos si algo –que otrora fuera moralmente claro– es lícito o todo lo contrario.

La probidad monolítica es propio de sistemas culturales poco desarrollados. Conforme un sistema cultural crece, crece su complejidad ética. Ello no quiere decir –ojo– que estamos en libertad de prescindir impunemente de aquellas rectitudes pasadas. Es frecuente que el aparato de normatividades más evolucionado condene el más primitivo, sin tomar en cuenta que, sin este, ni siquiera existiría, o podría sostenerse. Hay un tipo de revisionismo barato que, en su egolatría histórica, no entiende lo recto como algo diacrónico.
      
Es tremendamente cómodo, e injusto, evaluar la moral de ayer con la moral de hoy. Como de hecho es injusto evaluar la moral de hoy con la moral de ayer. Si algo hemos de agradecer a la posmodernidad es el que nos haya mostrado que no hay tal cosa como una virtud única, congelada: toda virtud varía en el tiempo y el espacio, dinámicamente, es pertinente y específica a las culturas, los contextos, los circunstancias y los individuos. Sin contar que muchas zonas de la experiencia humana ni siquiera entran francamente en esfera de corrección alguna. 
         
En términos generales, eso que podemos llamar vagamente lo “honorable” es mucho más inasible y complejo de lo que estamos dispuestos a admitir. El arte –el cine, por ejemplo– es muy bueno para presentar situaciones ambiguas, en donde las cosas son buenas y malas al mismo tiempo. En la vida real es precisamente lo mismo. Hace muy poco tuve que tomar una decisión de vida que, desde una perspectiva, es vergonzosa y deleznable, pero desde otra, entendible y aconsejable. Lo cual me puso en un sensible y complicado yoga moral (uno que me estoy exigiendo vivir en todo el rango de su intensidad). 
         
El reinado de los principios es, por naturaleza, contradictorio. Honrar un compromiso virtuoso es transgredir otro. Anular cierto valor ético es afirmar un segundo. Lo cuál dificulta el juicio de las obligaciones de modo considerable. 
         
Y todo se complica aún más cuando consideramos las virtudes de la inmoralidad, o lo que el poeta llamó, con gran tino, “las flores del mal”. Últimamente, he pensado mucho en aquellos filósofos y escritores que supieron dar algún valor a la transgresión y descubrir en ella la rutilante putrefacción que las buenas conciencias rechazan con asco. Cancelar lo obsceno traería muchos desajustes en el orden de las cosas. Una asepsia total ciertamente desregularía nuestro sistema de anticuerpos. Hay bases bacterianas que son de todo punto necesarias, en cualquier organismo, fisiológico o social. 
         
No hablo solo de las inmoralidades débiles, como comprar discos pirata, sino incluso de inmoralidades más pesadas. Por ejemplo, matar. Que en algunas circunstancias bien puede ser lo más correcto. Hay historias del Buda que nos aleccionan al respecto. Aclaro: esas historias nada tienen que ver con esa sed de sangre social que ha poblado las redes sociales en las últimas semanas. 
         
Quizá sea un buen momento para traer aquí el arquetipo del forajido. Es un arquetipo muy útil cuando la atmósfera de hipocresía y legalismo se está poniendo en extremo pesada. Un arquetipo importante, porque desconfía tanto de la moral única como de la doble moral.  Me viene a la mente aquella frase de Asturias: «En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar». Ahí hablaba de Antigua, pero se puede aplicar a la Guatemala entera de hoy, donde todos y todas se las llevan de sheriff, y donde interrogar los recatos colectivos de turno es percibido ya sea como connivencia o como complacencia. 


Por supuesto, es de leer la letra pequeña: «Para vivir fuera de la ley, tienes que ser honesto». La frase es de Dylan y es una ley en sí misma. ¿Son nuestros crímenes honestos? Cuando el forajido renuncia a su honestidad (o cuando empieza a matizar demasiado) entonces precisa volver, como en un círculo, a la pura integridad. 
            
¿Pura? No sé. Quizá lo esclarecido no es caer en el dogmatismo térrico de las funciones y los deberes recibidos ni en la desobediencia líquida de las desvergüenzas y los cinismos. Solo en semejante zona intermedia podrá emerger, entonces, una auténtica creatividad moral. 
            
Estoy hablando de un ámbito excepcional para trascender la ética procelosa de las polaridades, y accesar lo que se podría llamar, si me permiten tanta expresión, una ética mística, una ética abierta... 

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