(Buscando a Syd publicada el 3 de diciembre de 2015.)
Escuchá esto, me dice Claudia, mientras estamos viendo juntos la tele, es decir mientras cada cual está viendo su teléfono o tableta y la tele se mira sola.
Y procede a leerme un nota en donde se explica que el Ayuntamiento de Barcelona –con la alcaldesa Ada Colau– ha laificado, ha hecho laica la Navidad en la Plaza Catalunya y ahora propone la celebración del solsticio de invierno (con seculares minúsculas). La noticia ha sonado mucho, recibiendo elogio–palo a partes iguales.
Por supuesto, Colau no ha hecho seglar la Navidad de los cristianos, que siempre tendrán su Navidad, sino la Navidad de los espacios públicos, intersociales, laicos justamente. Es una movida de lo más interesante. Y yo simpatizo con ella, porque si bien a ratos soy defensor de las religiones (aunque también he sido, importa decirlo, su crítico más amargo) nunca lo he hecho en detrimento de los legados básicos de la modernidad.
Por supuesto no bastaría con descristianizar los espacios públicos, también sería importante vaciarlos de todo trazado representacional de consumo. El consumo es a su modo una religión, y una religión que definitivamente no todos compartimos con el mismo exultante ardor. Laificar la Navidad sin limpiarla de las salutaciones, fetiches, imperativos comerciales no es otra cosa que una especie de estrabismo. ¿Por qué la mitología del consumo ocuparía un lugar más especial que cualquier narrativa religiosa? El landscape económico es igual de colonizador y ficcionante, pero es que además es peor, por razones que Débord ya nos explicara hace cincuenta años. Para mientras, las poderosas façades de los centros comerciales brillan, anunciando saturnalias espectaculares. Nuestros ganglios crediticios se van a poner así de hinchados.
No es que los altares y sentinas de la mercancía, las domesticaciones y tribalizaciones facilitadas por el tardocapitalismo hayan sustituido los argumentos simbólicos del cristianismo y su estética de pesebre (más bien utilizan todo eso a su favor). Véase esto más bien como un palimpsesto cultural, una gradación casi geológica, en plurales capas.
O digamos un cerebro triúnico. La teatralidad corporativa es el neocórtex; el cristianismo es el límbico; y el paganismo vendría a ser el reptiliano. Porque miren, no nos equivoquemos, antes de ser un desfile del capital en masse, y antes de ser un festival cristiano, la Navidad era una simple fiesta pagana, que ritualizaba hechos muy simples y muy misteriosos: el Día y la Noche. En efecto, el Sol era parido por la larga Noche invernal, trayendo muy simplemente el milagro y la esperanza de la sobrevivencia –una simple metáfora anciana y agrícola.
¿Por qué cuento todo esto? Bueno, es una manera de decir que el 25 de diciembre es muchas cosas, y por tanto no es un día que podamos clausurar en una interpretación única. También es una manera de decir que, ya sin todas las alegorías religiosas –primitivas, cristianas o posmodernas– el 25 de diciembre no es otra cosa que un evento astronómico llamado solsticio de invierno. Y no veo por qué no podemos celebrarlo como eso, en la Plaza Pública.
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