(Columna publicada en Buscando a Syd el 12 de enero de 2012.)
El 2012 refleja por un lado un síntoma de crisis. No hay por qué considerar esta tono opaco como una extravagancia mórbida. No podemos darnos el lujo de seguir considerando la contingencia global como un mero delirio paranoico. El caos es toda vez factible. De hecho, el colapso planetario es algo que ha ocurrido recurrentemente en el pasado. Es acaso un modo de pensamiento mágico considerar que el paisaje elemental, orgánico y sensible del planeta sabe siempre cómo organizar y mantener su propia supervivencia. En particular, no tiene caso ser tan arrogantes como para pensar que esta forma humana es permanente, y que cuenta con recursos infinitos para perpetuarse y regenerarse a sí misma. En su campo, más bien se percibe un gran desorden, detectable en distintas esferas, por caso la ecológica, financiera o geopolítica.
Por otro lado, hay quienes dicen que se está ensamblando una especie de franca apertura, una transición especial. Como humanos, estamos inventando día a día nuevos modos de relacionarnos con la materia y la vida, generando experiencias y universos hiperestimulantes, empoderando creativamente a individuos y sociedades antes monolíticos, empujando nuevas formas de ciudadanía, creando redes inusitadas de comunicación y convivencia, democratizando los poderes expresivos, experimentando conversiones culturales profundas, formulando hallazgos científicos formidables, estableciendo penetraciones profundas en la naturaleza de la realidad...
Dos polos para un mismo momento. El secreto consiste a lo mejor en no encerrarse en un optimismo sin valladares o, su contrario, un escepticismo paralizante.
Es posible mantener una confianza en nuestros recursos como especie, sin perder por ello la humildad y un sentido básico de nerviosismo ante el porvenir. Es aconsejable creer que hay puntos críticos –puntos de no retorno– en la historia, sin que tal perspectiva nos desempodere, sino, más bien, atice nuestro compromiso.
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