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Autodidacta

Siempre he sido autodidacta, más o menos. En el colegio lo que me gustaba era leer por mi cuenta.


Es cierto que fui a la universidad. Cuatro años. Pero allí no aprendí mayor cosa. Cualquier pulsión académica en mi persona fue liquidada de tajo.

Así que me convertí en drop out. No tengo ningún título de educación superior. Me las he apañado bien. Cada cierto tiempo, inclusive, me dan diplomas y reconocimientos –que a mí la verdad me dan lo mismo. De otra parte, la información en mi cerebro es muy seguramente limitada, pero lo bueno es que no necesita validación ni legitimación por parte de nadie. 

Lo que absorbí en la universidad lo absorbí por mis propias pistolas. Me iba a la biblioteca a leer aquellas viejas revistas Vuelta, poetas de la generación del 27, filósofos cargados del siglo XX, en ediciones intransitadas, tantas cosas. 

En eso de la literatura siempre aposté por la autoinstrucción. Nada de talleres literarios ni cursos de creative writing: honestamente, no creo que nadie te pueda enseñar a escribir, salvo lo muy superficial. 

Por tanto mi camino ha sido siempre el del aprendizaje solitario (aunque estoy consciente el autoaprendizaje puro no existe, la información siendo  toda vez un fenómeno intersocial). 

La belleza del autodidacta es cómo se echa encima el saco entero de instruirse y asume plena responsabilidad por lo que corre en su sistema nervioso. Al seguir las propias propensiones informacionales –no las de alguien más– crea una zona fértil de autonomía, muy importante en un mundo de flujos dirigidos de criterio.


(Columna publicada en Buscando a Syd el 2 de mayo de 2013.) 

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