Queréte un poquito.
Dejá de producir todo ese cortisol,
ese negro imperativo.
Por once de tus navajas cortado,
vas quebrando espejos
entre dos avenidas:
la sexta y la séptima,
ignorante de todas las cosas
que te hacen hermoso,
rodeado de arcángeles
que te tienen envidia.
Las malezas
te admiran,
las puertas,
lo que es puro,
los patojos en las piscinas,
los largos corceles que aún corren
en las periferias de este Sur
tan íntimo, tan resplandeciente
como diez mil pantallas de plasma.
Escuchaste muchas cosas en el mercado,
cerca del puesto del carnicero,
y en consecuencia aprendiste a odiarte.
Dejaste que los gusanitos
te fueran mercantilizando
de poco en poquito.
Te llenaste la barriga
de lentas esferas de odio.
Y ahora vas en una pequeña piragua,
solo, solamente con vos, solo
diciéndote eso de que no valés nada,
lamiendo el mismo tercer pellejo,
y así has de pasarte la vida,
escuchando el angosto susurro
en el cráneo tenso de la Gorgona,
a menos que entendás
que blanco es el verano que te rodea,
que blanco es el verano
y vos su pregunta perfecta.
Aún te veo luchar como un héroe,
como una hermosa extravagancia.
Sos la obra primordial divina.
Los procesos técnicos te veneran.
En términos de un consejo, diré esto:
no hagas caso de las pequeñas voces,
dales un pan dulce, se callarán.
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