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El cuerpo sin dueño

Eso que llamo mi cuerpo, ¿es mío por estar bajo mi control? Pero, ¿está realmente bajo mi control? ¿Acaso yo sostengo con la mente sus células, domino a voluntad sus sistemas glandulares, estoy generando demiúrgicamente el calcio de sus huesos? 

Allí está que no. No hay nada personal en un organismo: de hecho, es la experiencia misma de lo ajeno. Más bien, una personalidad ha nacido en torno a las decisiones de este sistema biológico: visto desde cierta perspectiva, él es mi dueño, y no al revés. 

En todo caso, de ser mi cuerpo de alguien, es de los otros, puesto que  ellos tienen más control sobre mi cuerpo que mi misma persona. La guerra, la publicidad, la ciencia, el sexo son todos reinados del control de los cuerpos: pueden hacer de todo con un cuerpo extraño: limitar sus movimientos –encarcelarlo– o por el contrario hacer que se mueva, creando determinados estímulos; instaurar en él necesidades artificiales; manipularlo genéticamente; torturarlo; aniquilarlo con una bomba de radiación forzada. Si una mujer me sexualiza, ¿es mi cuerpo de ella?

En realidad, el control ya sea de una persona sobre un cuerpo, o de un cuerpo sobre una persona, es una ilusión.  El control –esa actividad instrumentalizadora por medio de la cuál el ministerio social define lo que tengo y lo que no tengo– es un poderoso sueño húmedo nacido de los corpúsculos neurológicos de la especie. 

En términos generales, la propiedad privada es un concepto equivocado, y por favor, no se confunda esta posición con alguna sensiblería ideológica: me refiero a que la propiedad privada en todos sus niveles es un error cognitivo. Como de hecho lo es también la propiedad pública. Sobre este doble error perceptual –la propiedad pública y la privada– se han erigido vastas carnicerías.  

Si el cuerpo en efecto no es mío, entonces nada lo es. Hablamos de la inanidad sagrada del ser humano. Estar desnudo es no tener un cuerpo; y tampoco una mente para controlarlo. 


(Columna publicada en Buscando a Syd el 10 de junio de 2010.)

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