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Egológica

Nos acusan, a los escritores, de tener un ego gigantesco. Como si ellos lo tuvieran más chiquito.

            
Si alguien te acusa de tener el ego hipertrofiado podés dar por seguro que el suyo es más o menos del mismo tamaño. En lo personal no ando negando el mío, ni ocultándolo en el gabinete de las calculadas discreciones. Más bien lo exhibo, para irritar a los de siempre. Hay quienes en cambio apelan a una hipocresía victoriana, ni muy siquiera efectiva, pues al final se les termina saliendo igual, ese ego tan decisivo. 
            
A lo mejor no es que los escritores tengan un ego más grande: es simplemente que lo esconden menos y expresan más. Es decir: un escritor  explicita toda clase de cosas, y entre las cosas que explicita, está su propio ego. 
            
No vamos a refutar que hay muchos artistas que operan desde un narcisismo rampante y una clara egolatría. De veras creen que son seres especiales. Cuando realmente no lo son, porque ese talento que tienen, si lo tienen, ni siquiera es de ellos, en sentido estricto: es prestado. Otros, más triste aún, proclaman un talento que solo existe en su cabeza. Nos pasa a todos.  
            
De otra parte muchos de esos que desprecian el ego de artistas y criaturas afines no se ponen a pensar que a lo mejor estos necesitan de esa estructura egoica para proteger una sensibilidad que de otro modo sería destruida a machetazos. El ego en ese sentido tiene una razón de ser: funciona como un exoesqueleto. Un egoesqueleto. 
            
En otra dirección yo creo que es responsabilidad del artista tener un poco de maldito ego. En lo personal, la clase de artistas que admiro siempre poseen alguna insolencia, actitud y asertividad. Triste es que se le busque a un artista las virtudes de un fraile franciscano.
            
Por supuesto, se les agradecería a esas personas que acusan a otras de tener un gran ego que se tomen la molestia de definirlo. Pues a menudo hablan del ego (y nunca del propio, por supuesto) sin ni muy siquiera saber qué es. Y sobre esa indefinición se montan como lampreas. 
            
Y no es que el ego carezca de definición. Más bien lo contrario: hay demasiadas definiciones del ego, en el ambiente. Uno podría, por mera diversión, juntar unas veinte, en el habla común, la psicología, la filosofía, la espiritualidad. Al final ego significa tantas cosas que no significa ninguna. Es una palabra comodín. 
            
Con frecuencia se asocia el ego a algo malo en la persona. El ego viene a ser algo así como una vaga enfermedad entre moral y venérea. Y así como antes se hablaba del pecado de alguien hoy se habla de su ego. Realmente es la razón por la cual la palabra ego es una de las palabras más sobreutilizadas del planeta: porque nos permite devaluar al otro a gusto y sin pena. 
            
Y sin embargo no hay mecanismo más egoico que hablar del ego de los demás (y asumir que está más dañado que el de uno). ¿Hay que ser un genio para comprender que es el mismo ego el que habla del ego del prójimo? El ego del otro es entonces un problema del propio ego. 
            
Agreguemos que realmente no existen instrumentos para medir el ego ajeno, aunque en ciertos casos, no vamos a discutirlo, la cosa es evidente. 

Ego es una palabra indefinida y sobredefinida y maldefinida, en la cultura popular. A menudo se confunde el ego con ciertas aflicciones suyas, como el egocentrismo o el egoísmo. Y aún con la salvedad de que el egocentrismo y el egoísmo bien pueden ser respuestas naturales y sanas en determinadas momentos, situaciones y contextos. Así, por ejemplo, es hasta cierto punto normal que un niño muestre un fuerte impulso egoico en determinada etapa de su crecimiento. 
            
En la cultura de todos los días el ego se entiende como una suerte de superávit de autoestima. Esta clase de entendimiento no es necesariamente desdeñable, y puede quizá ayudar a moderar nuestra imagen personal. 
            
Pero también puede hacerle no poco daño. A veces nos acusan, o acusamos a otros, de tener un ego grande. Y sí, hay egos grandes como grandes personas, pero no por grandes están dañadas, a menos que tengan algún trastorno de crecimiento. 

Análogamente un ego grande puede ser grande y ser normal, a menos que tenga alguna suerte de hipertrofia o hinchamiento. Es decir que la cantidad de ego no necesariamente está vinculado a su calidad. Todo esto es por supuesto una metáfora –y una muy engañosa– puesto que un ego no es algo que ocurre en el espacio y por tanto no tiene medida. No es algo que podamos señalar y medir como si fuera un objeto. Esa espacialización del ego es bastante común. 
            
Una definición un tanto más seria y clásica del ego es aquella que lo entiende como una suerte de mediador o zona intermedia entre lo impulsivo/instintual y los esquemas normativizadores de la psique. O como un umbral entre la experiencia organizadora interior y la experiencia somática y sensible –por tanto el mundo externo, en el esquema dualista clásico.   
            
Otra definición poderosa del ego es aquella que lo concibe como un posibilitador de identidad e individualización, en tanto que gesto separativo elemental. La manera como establece esta separación es diferenciándose a sí mismo, hasta el punto de considerarse una entidad autosuficiente. Distintas disciplinas, desde la cibernética al budismo, critican esta clase de pretensión ontológica.  
            
Lo cierto es que el ego es algo que podemos deconstruir con relativa facilidad. La meditación, por ejemplo, nos muestra que hay muchos egos burbujeando constantemente. Muchos egos no solamente porque hay muchas personas, pero además muchos egos en cada persona, cristalizándose y descristalizándose, instante a instante. Incluso podría decirse que cada instante es un ego. 
            
Con lo cual hemos pasado a temporalizar el ego, como antes lo estábamos espacializando. Pero al final el ego es menos un momento o una extensión que una función. En ese sentido, podría ser más claro hablar, no del ego, sino del egoizar, de una actividad egoificante, pues, con la particularidad de que esta actividad se substantiviza constantemente, ya que tal es su tendencia.
            
Al plantear el ego de esta forma, no queremos desestimarlo o anularlo. Si el ego es un factor de interlocución y una actividad reificadora tan significativa, seguramente no es sabio restarle categoría. Más bien se precisa reestablecer la relevancia de un ego fuerte y sano, capaz de dar al aparato biopsíquico estabilidad y seguridad, y de regular sus distintos niveles de experiencia, desde lo más orgánico y primal hasta lo más sofisticado y transpersonal. Sin el ego simplemente no podríamos funcionar. 
            
Hay quienes miran un bebé o un niño pequeñito y dice: me gustaría tener su naturalidad y su libertad. Es usual valorar la libertad pre–egoica por encima de la libertad egoica, prestándole cualidades edénicas. Pero la verdad es que el ego nos permite hacer toda clase de cosas (y en términos de especie, nos faculta una enorme ventaja evolucionaria y estimula increíbles avances, aunque por supuesto ya enfermo el ego ha utilizado esa ventaja y esos avances para los peores fines). ¿Podemos comparar la libertad de un niño con la libertad de un adulto, realmente?
            
Por otra parte, en la espiritualidad se habla mucho de deshacerse del ego, pero lo cierto es que sin el ego seríamos incapaces de avanzar a estados sutiles y transegoicos. Es un peldaño importante en nuestra evolución hacia el más allá. Afirmamos la importancia de transcender el ego pero para poder transcenderlo necesitamos incluirlo en nuestro proyecto de trascendencia.
            
Todo esto nos hace ver el valor de tener un ego. La cuestión es aprender a distinguir entre un ego sano y un ego enfermo. Un ego enfermo es aquel que ya no se limita solo a responder a las inseguridades del caso, sino que, en un movimiento ulterior, las produce activamente. Lo cual puede verse como un mecanismo muy perverso por parte del ego. Pero hay que entender su ansiedad: para un ego no maduro, son las inseguridades y los placeres infinitos los que encumbran su función y su existencia. Desde luego, con un ego malcriado y sobreprotegido no se llega muy lejos en la vida. Lamentablemente, vivimos en una cultura –una egocultura– que tiende a deformar los egos. 
            
Un ego completo y sano es uno capaz de relacionarse consigo mismo, con los demás y con la realidad como tal. Estamos hablando de un ego que se autoconoce y sabe regular sus propias pasiones. Que puede interrelacionarse con otros egos. Y que reconoce su posición en el orden y jerarquía de las cosas. 

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