El hecho es que tengo ganas de una empanada. O sea: una de esas empanadas dulces, que llevan manjar adentro.
Ya con los zapatos puestos, salgo del apartamento, me subo al ascensor, que tiene un espejo, y en el cual puedo ver mi rostro, que ha envejecido notablemente.
No lo digo con lástima: desde un punto de vista por ejemplo estético me da igual envejecer, afearme. Esas arrugas, manufacturadas en la obligada usina del tiempo, son recibidas con alguna cómoda indiferencia.
Salgo a la calle, en donde me espera no un frío ártico pero sí un calor gordito (parece marzo) y me doy cuenta que otro año termina y que con cada año que termina pues yo también estoy terminando. Aunque si bien hay una percepción aguda de mi temporalidad también siento, por otro lado, que cada vez me vuelvo más atemporal, más insolente.
A ratos me da por pensar en estas cuestiones. Es el caso cuando me dirijo a comprar una de esas deliciosas empanadas de manjar, que vengo comiendo desde siempre. Muy niño las compraba sí con el dinero que me daba mi abuela, que en paz descanse. Recuerdo el sentimiento inextinguible de libertad, el pronóstico de que todo iba a estar bien, mientras enfilaba por la calle aquella de la zona 9 (había un salón de belleza de esos de barrio) rumbo a la Tienda.
Últimamente, recuerdos ectoplásmicos como el anterior me han estado visitando. No es que les de mucha atención, porque, como ya expliqué en columna reciente, no soy una persona nostálgica. Si percibo el paso del tiempo, yo diría, es sobre todo porque el cuerpo me lo recuerda, con su inevitable entropía, sus bloqueos bioquímicos, sus irritantes externalidades, sus contra–contribuciones, sus achaques y exigencias. Este proyecto orgánico empieza a dar tonos inequívocos de desorganización.
Tampoco quiero dar un escenario decadente del paso de los años. Más allá de lo arriba mencionado –así como del hecho de cada día soy más insoportable (y de que correlativamente soporto menos a los demás)– me doy cuenta que hay cosas estimulantes en eso de envejecer. Puedo hablar por ejemplo de una especialización de todas mis facultades. Puedo decir que soy una persona más integrada. Que escribo, puede ser, mejor. Que ya no soy esa entidad confusa y como enlutada que fui en otra parte de mi vida. Decir que he aprendido algunas cosas sensibles, y que ahora puedo realmente ponerlas en práctica. Puedo incluso imaginar que algún día esas cosas darán bellos frutos de alguna clase.
De otra parte, también he sido testigo de muchos eventos interesantes, uno o dos relevos generacionales concretos, prodigiosas migraciones tecnológicas, verdaderos, inapelables despertares culturales… Y yo mismo estoy sumergido en todo ese proyecto líquido, en toda esa actualidad, en ese ímpetu diferenciado de formas y de nombres. No es como que me estoy quedando particularmente atrás. En raros momentos visionarios, incluso me adelanto. Pero ya me está saliendo el insoportable.
(Buscando a Syd publicada el 24 de diciembre de 2015.)
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