(Columna publicada en Buscando a Syd el 19 de enero de 2012.)
Me he referido pues al 2012 como un momento, pero yo no lo veo en realidad como un referente cronológico supersticioso y taumatúrgicamente preciso: a mi modo de verlo, empezó mucho antes del 2012 y continuará años –quizá décadas– después.
Para mí, 2012 debería ser sobre todo una decisión consciente y una zona de interrogación. Una oportunidad civilizatoria, un argumento para decidir nuestro destino tanto como humanidad y como parte de una red más grande y relevante que nosotros.
Si el 2012 es un nódulo energético extraordinario o una decisión culturalmente construida, si responde a una singularidad cósmica o se trata de un milestone creado, es hasta cierto punto irrelevante. No es cuestión de adoptar un formato de criterios o creencias dado, sino de permitir una crisis de consciencia que nos permita conscienciar la crisis.
A todo sistema individual o colectivo de vida le llega ese momento cuando tiene que abrirse a una transformación total… De no honrar ese momento, muere, ya sea de un corte violento o por medio de un proceso gradual y canceroso de entropía... La aniquilación puede ser apocalíptica o bien una variante de desesperación callada… Un gran tsunami que lo anega todo, o una lenta fagocitación de dos siglos…
Si no aprovechamos el propio poder de cambio, lo perderemos. Si no superamos nuestros bloqueos epistemológicos, nos hundiremos. Más que ocuparnos en desmitificar el 2012, deberíamos enfocarnos en asumir la revisión última de nuestra civilización, hacia una cultura de la presencia y la responsabilidad universal.
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