Escúchenme: hay algo de eterno en la sangre que circula. Un cuerpo es lo que da cuerpo a lo absoluto.
No hay cuerpo, por muy fugitivo y elemental que sea, que no sea el centro mismo de lo divino. Todo cuerpo está preñado de inteligencia sublime y ternura tangible y de fundamental energía radiante. El cuerpo es una base de vanguardia incesante: sed pura.
Todo aquello que se corporeiza lo hace por afecto ciego, incondicional. ¿Por qué razón lo último se ha manifestado, se ha personificado, se ha hecho cuerpo e hijo? ¡Para poder contemplarse a sí mismo, para poder amarse a sí mismo, para poder reverenciarse a sí mismo! La religión convencional desprecia los cuerpos, pero el insight tántrico nos confiere la siguiente verdad: es exactamente el cuerpo lo que se ilumina, lo que se transfigura.
No solo el cuerpo sano es sacro: el cuerpo enfermo también lo es. El cuerpo del yonqui, perforado por todas esas sucias jeringuillas, es, en su sufrimiento y oscuridad y catástrofe, gracia, plegaria viva. El cuerpo–detritus, el cuerpo–flema, el cuerpo–caca, el cuerpo–cáncer, es lo transparente, es lo energético y es lo numinoso. Cada célula es profunda y venerable, incluso si es maligna. Hay que matarla, es cierto, pero hay que matarla con amor, con gozo, con respeto sagrado. Los pólipos torcidos son minúsculos altares de lo indecible. Los peores cuerpos, los que arden en el Tártaro, son angelicales y brillantes, campos increíbles de información y armonía.
Donde se ve lo malagradecidos que somos es en la forma en que olvidamos y maltratamos los cuerpos, en que los damos por sentados. Como si un cuerpo no fuera el resultado de un proceso único, infinito, intransferible. Consideramos que los cuerpos son commodities, y por tanto ya no avalamos su sacralidad, su toque milagroso.
A menos que explotados o concupiscentes, a menos que baza de consumo o ventaja productiva, a menos que sirvan al deseo o la ambición, los cuerpos no interesan al sistema, que los hace picadillo en su máquina extraviada.
Pero los cuerpos –sus bazos, sus vesículas, sus ovarios, sus brazos y linfas y pericardios– están ahí para ser amados. El gordo soma del paisano que va delante de nosotros en la fila del súper es esplendente, pránico, geométrico, ambrosial. La invitación es a amar los cuerpos plurales que nos rodean, porque esos cuerpos han venido a darle densidad, forma, a esta experiencia de luz. No solo los cuerpos de la madre o hijo. Todos los cuerpos.
Aunque, claro, siempre hay un cuerpo más íntimo, más cercano y más consustancial, un cuerpo que vibra y sufre más con nosotros. Pensemos en ese cuerpo que duerme y respira a nuestro lado: no estará ahí para siempre. Cuando esté muerto, buscaremos palparlo, pero será ya el in–cuerpo. Sin ese cuerpo claro no podrá haber beso y voz, caricia o grito. Ese cuerpo compone nuestra posibilidad más luminosa de comunicar con lo ilegible: altísima tecnología primordial.
Si es tan difícil dejar partes del cuerpo o cuerpos enteros atrás, es porque los cuerpos, siendo así de residuales, torpes, excretantes, contraídos, son la poesía misma de lo abierto.
(Buscando a Syd publicada el 6 de abril de 2017 en El Periódico.)
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