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Despacio

La vida de prisa es sufrimiento. Para muchos termina en burnout, o infarto del miocardio.

La celeridad obligatoria nos priva de la salud y del éxtasis. Pero cuando anteponemos el proceso a la acumulación, la magia toca el timbre. La premura nunca es la mejor condición para el rendimiento. Ni para la conexión: las personas superocupadas a menudo son personas irascibles, o entidades ausentes.

Si algo no es commodity es el tiempo, por tanto hay que vivirlo despacio, despacio. La filosofía slow nos invita a migrar del tiempo encadenado al tiempo creativo, el único tiempo en donde podemos conocernos a nosotros mismos, y conocer la realidad. Lo lento es lo significativo. Atención plena; acción sensible. Al correr como ratas, más pronto que tarde nos pegamos un cachimbazo. En lugar de tirarnos compulsivamente a lo que sigue, procuremos morar en el gozo intacto de lo que se expresa ahora. Mirarse el ombligo no es mala idea. No tener internet en el móvil no es mala idea. No tener muchos hijos no es mala idea. El movimiento slow toca la vida en innumerables áreas: comida slow, urbanismo slow, trabajo slow, sexo slow, crianza slow, arte slow… 

Nos dicen que la perseverancia indetenida es buena: nos meten la idea de que ir más despacio es imposible: si te lo crees, estás perdido. 

No se trata de convertirse en lánguidos zombis, sino de generar una ética en base al ritmo consciente. La velocidad aplicada al consumismo será nuestra sentencia de defunción. Si no reaprendemos a vivir más despacio, en un par de cientos de años este planeta será un yermo. 


(Columna publicada en Buscando a Syd el 24 de enero de 2013.)

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