La imagen del becerro no es para nada arbitraria: en muchos sentidos la ciencia es la teocracia de nuestra era. Los científicos son como aquellos sacerdotes en las cumbres de las pirámides, mediando entre los ignorantes y el misterio universal. Un misterio que estos agentes exclusivos van revelando por episodios, como la telenovela de la tarde. Por demás, no hay sacerdote o pastor venerable que no mande a construir un templo caro, y el templo caro de los físicos es, por supuesto, el LHC del CERN. Echarlo a andar requiere un resto de ofrendas.
Todas las teocracias están fundadas en leyendas. La ciencia también tiene las suyas, y sobre éstas construye su proyecto. La ciencia sólo puede sobrevivir como mito –esto es: como trama latente en una cultura dada– y durará lo que dure ese otro mito que es la modernidad, que es una estrella muerta, pero aún bastante refulgente, y cuyo legado incluye los campos de concentración y las bombas atómicas.
La ciencia es valiosa porque desmitifica, pero es importante desmitificar a su vez a la ciencia, sobre todo cuando adquiere tonalidades de autosuficiencia –con lo cual se convierte en policía inconsciente o explícito de la realidad–. Lamentablemente el único contra–relato que se atreve a impugnarlo es el relato religioso integrista, de carácter simplemente regresivo, el que maneja el Vaticano.
(Columna publicada en Buscando a Syd el 19 de julio de 2012.)
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