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Eso que pasa y no pasa (2)

Por fin he llegado a la Tienda, en donde toda clase de productos se aprietan unos con otros, como refugiados sirios. Compro mi empanada de manjar.
            
Me la voy comiendo de regreso a casa. Tiene exactamente el mismo sabor de aquellas empanadas de la infancia, lo cual me pone a pensar que si bien es cierto que todo cambia, es al mismo tiempo como si nada hubiera cambiado. Que si bien he aprendido toda clase de cosas, toda esa experiencia acumulada no traduce ninguna traslación fundamental. 
            
En mi caso, esa inercia se refleja simbólicamente en mi modo de vestir. Siempre uso la misma ropa, las mismas prendas, los mismos tennis (acaso nací con ellos, en 1976). Tengo la misma tablet premoderna de hace años. La obsolescencia planificada no aplica a mi persona. Soy como un reptil. 
            
Y como los reptiles, vivo en una especie de des–ahora. El pasado, ya concluso, nada tiene que ver conmigo. Estoy abierto a la actualidad, pero también tengo entendido que la actualidad no es más que una ilusión manufacturada por los think tanks, los medios de comunicación, los cuadros mercadotécnicos. Del porvenir no espero mayor cosa, y aquellos Proyectos Esenciales y Ambiciosos que solía tener ya no me interesan: ya los soñé y ya los cumplí y los seguiré, tediosamente, soñando y cumpliendo.  
            
Pero incluso podemos ir más allá: no es solamente que el pasado ya está quemado: es que de hecho no existe, como de hecho no existe el futuro. Y el presente, ni hablar. Uno de los peores fiascos recibidos del marketing espiritual es el fiasco del “vivir en el ahora”. El ahora no existe. 
            
Si el tiempo no existe, ¿qué es lo que nos da esta sensación de continuidad? ¿El cuerpo, la consciencia? ¿Pero en qué medida puedo decir que el cuerpo o consciencia de este adulto de casi cuarenta años es el mismo de aquel niño que callejeaba cerca de La Terminal? ¿Sin en el superglue artificial de la memoria, y el sentimiento vicario de anexación que produce, queda algo? 
            
Algo queda, pero no es exactamente algo. Previo a los recuerdos, previo al fluir plural y pluvial de los contenidos, hay una sensación cognitiva básica, una especie de inmediatez o radiación fundamental, que ya ni siquiera tiene que ver con ese fantasma llamado Maurice, y que está más allá del pasado, del presente situacional o del enjoyado o sombrío futuro. Pasado, presente y futuro se mueven, aparentemente, pero se mueven en algo que es por completo ajeno al movimiento. El ser toca la biomente y se refracta analógicamente en tiempo y distancia, que son estructuras básicas de sentido. 
            
Una vez comprendido eso, una vez comprendida y deconstruída la duración, soy libre de identificarme con la misma o no, de elegir el juego de la temporalidad o simplemente de reconocerme como eso que nunca nació y que nunca morirá. También me es dable vivir en el tiempo y fuera del tiempo… al mismo tiempo. 
            
Mientras ingreso la llave en la cerradura de la puerta de mi departamento, doy la última mordida a la empanada, que ha regresado de esa cuenta a ese vacío de donde nunca se había ido para empezar. 


(Buscando a Syd publicada el 31 de diciembre de 2015)

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