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El viaje


Yo digo “vaso” y alguien más dice “vaso” y supersticiosamente derivamos que nos encontramos en el mismo universo. El hecho que mi experiencia y la suya puedan coexistir por medio del lenguaje no quiere decir que ambas sean de hecho lo mismo. Realmente, el llamado contrato social no es más que una refinada socialización de lo intransferible.

He allí la soledad de cajón. Esta soledad es tan lacerante que las consciencias optan por esconderse, como niños, en un mundo imaginario. Una obra teatral, que la propia subjetividad va hilando compulsivamente, para no sentirse desarraigada de los otros y de sí misma.

Ciertas consciencias además de inventar un anfiteatro de relaciones, deciden abstenerse de dicho mundo, dándose al juego antisocial y narcisista, en sus innumerables variantes (desde la esposa que hace mueca al marido porque no la saca a pasear, hasta el asesino en serie que liquida a sus víctimas con un azadón forjado). Para estas consciencias, en cierto modo, la ilusión se ha vuelto más profunda: no sólo dan por sentado que los otros existen como ellos creen que existen, sino además, pretenciosamente, se apartan de ellos, los anulan, o coaccionan.

De allí que muchos investigadores de la consciencia hoy aboguen por funcionalizar la actividad egoica antes de emprender la tarea de desmantelarla.

Pienso en esa película genial de Jodorowsky, La Montaña Sagrada, basada en un viaje iniciático, por virtud del cual los personajes van superando las distintas aberraciones existentes en sus personalidades. En el último momento del filme, hay un zoom out en donde se le deja ver al espectador, ya embebido en la trama, que lo que está viendo no es otra cosa que un filme: allí está el asistente de cámara, el operador del boom, etcétera. Comprende de golpe el andamiaje artificial de la fantasía en que está sumergido. Pero queda claro que nunca lo habría comprendido sin haber antes realizado ese largo viaje él también.


(Columna publicada en Buscando a Syd el 4 de febrero de 2010.)

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