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Cine y consciencia


No es necesariamente fácil ir al cine. Hay por un lado el riesgo de caer en un modelo de absorción acondicionado: uno pasa a formar parte de una comunidad de entretención más o menos vulgar, en donde todos los poderes críticos han sido desarticulados, a puros fogonazos. El espectador se identifica sistemáticamente con los cadáveres oníricos que transcurren en la pantalla; vive las historias de los personajes, llora, ríe, se domicilia en la trama, somatiza: es triste y expoliante.

Está, por supuesto, el riesgo antitético: el de establecerse en una atalaya sobrepreñada de referencias, una especie de prefectura culturalista, sin habilidad ya para generar una intimidad real y directa con el hecho fílmico. Aquí el espectador se ha puesto más bien del lado del proyector, sucumbe a la tentación de codirigir la película mientras la mira, generando toda clase de pequeñas desavenencias, de filtros, de lecturas, de retrospectivas. La observa pero sobre todo la deshace y la rehace. Es un gesto de megalomanía, un ademán demiúrgico.

Hay un tercer nivel de experiencia en una sala de cine. Y es: estoy ausente: pensando si acaso dejé la estufa prendida o no: o directamente durmiendo: todo ha dejado de existir.

En realidad, lo importante es honrar todos los niveles de vivencia cinematográfica, para así salvaguardar la posibilidad subversiva y espiritual del cine, que aún puede fungir como representación completa de la consciencia. Sospecho que existe una opción para el espectador que no consiste en arrodillarse ante la pantalla ni en refundirse en la ruina de la subjetividad crítica, o peor, en el olvido inconsciente, sino en absorber de una manera totalizadora todos estos estadios experienciales, y aún de tocar la felpa amable del asiento, y de escuchar las risas tontas y deliciosas de los vecinos de la fila de atrás.


(Columna publicada en Buscando a Syd el 9 de julio de 2009.)

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