Gedaliah empezó a comer hombres desde muy temprano en la vida.
Muy rápido aprendió a extrañar la carne humana cuando no la tenía, y a devorarla con premura en épocas más espléndidas. La primera vez que lo hizo, la noche era tan azul, esférica, más parecía un producto de la imaginación, que la realidad.
Su padre le enseñó todo lo que había que saber acerca de la antropofagia. Cómo destazar el cadáver, qué partes escoger. Le mostró como agotar el sarro de los huesos.
¡El padre comía con fruición!
Baruch: así se llamaba el padre.
Baruch se hizo caníbal por necesidad. Verán: se extravió en el desierto, cierto día/noche de tempestad.
Llevaba cuatro días (y medio) sin comer.
La sed era una mediamuerte.
Estaba como borracho.
A lo lejos, un hombre (un hombre áspero, un hombre deshabitado) se fue acercando. Baruch pretendió estar muerto. El hombre registró a Baruch, en busca de pertenencias. Y entonces Baruch lo mató; un acto veloz, irracional. Para su fortuna, el hombre llevaba agua consigo, que Baruch bebió como sangre. Luego hizo un gran fuego, y allí mismo cocinó al hombre. Por el procedimiento del llanto (un llanto convulso, un llanto sin lágrimas) dio gracias a Dios.
Luego, adquirió la costumbre de matar a peregrinos solitarios, semiconvencido de que la carne humana era un regalo divino.
Era un hombre feliz. No en el sentido de que sabía lo que estaba haciendo, pero era un hombre que reía a veces, como ríen los subnormales.
Aprendió a discernir las diferencias entre el sabor de un hombre de una tribu y otra, de una comunidad y otra. Hablaba primero con sus víctimas, con cierta labia enigmática. Luego, asesinaba. Así aprendió a hacerlo también su hijo Gedaliah, que era un aprendiz muy listo.
Gedaliah era hijo de una ramera famosa. Baruch la conoció en una feria. Ella se dejó poseer sin saber por qué: sin cobrar. Baruch llegó a amarla. La quiso tanto que se mudó a Galilea, y renunció por un año o dos a su dieta del desierto. Nació Gedaliah. Gedaliah tenía dos ojos claros, inquebrantables.
Cierto día, la ramera entró a la casa que ambos habitaban. Había un silencio inusual. Baruch estaba engullendo a una adolescente. La ramera retrocedió espantada; prometió cambiar ante Dios en ese mismo instante.
Baruch sintió la vergüenza crecer en su interior, como una marea de putrefacciones. Se levantó, tomó de la mano al pequeño Gedaliah, salió para no volver. Estaba desesperado.
Gedaliah aprendió las maneras del desierto.
Olvidó a su madre.
Gedaliah se hizo uno con la arena.
Baruch le enseñó a comer carne humana, carne repentina y humana, le enseño a gozarla en libertad, sin la mirada obscena de la Ramera.
Eran seres del desierto. Capeaban las tormentas estoicos. Recorrían juntos grandes distancias. El sol derramaba su vino seco. Siempre en busca de otro viajero a quién comer. Una estela silenciosa de crímenes siguiéndolos. Un recorrido invisible de gritos ahogados. Tal era la vida: matar, comer y enterrar huesos. El desierto conmutaba, pero siempre era igual. Gritaba como un animal herido en ciertas noches, y en ciertas noches callaba. La suya era una poesía misteriosa y hierática. Padre e hijo la contemplaban.
Hijo y padre conformaban una mancuerna, un dos perfecto.
Gedaliah servía de carnada. Aparentaba ser un niño abandonado en el desierto, a medio morir. Los peregrinos venían en su ayuda, a rescatarlo, y lo llevaban consigo. Sin hacerse notar, en la distancia, Baruch los seguía. Cuando dormían, Gedaliah hacía una señal. Baruch se acercaba entonces al campamento, para después acuchillarlos.
Gedaliah creció, eventualmente. De niño pasó a ser un adolescente, y de adolescente pasó a ser un hombre. Cierto día, Baruch, que ya estaba viejo, que ya había perdido sus dientes, inclusive, enfermó. Gedaliah tuvo que conseguir la comida completamente solo (momento fatal, doloroso) y cuidar pues de su padre. Por las noches, éste se quejaba: un dolor general y particular lo ablandaba. Hasta que por fin murió.
Gedaliah supo qué es lo tenía que hacer: asó el cuerpo magro de Baruch en la pira, y luego merendó hasta no dejar nada.
Después se levantó, y empezó a caminar, coronando la arena con miles de huellas, sin aparente destino.
Llegó cierto día a Jerusalén. Lo recibió un complejo paisaje de sensaciones. Le resultó extraño, y siniestro, la manera en que degollaban una oveja.
Torturados enfermos hacinados a la entrada del templo, cobradores de impuestos tomando vino ciego, ciegos tanteando muros cruelmente, procuradores romanos en caballos esponjosos, un loco reclamando ser la encarnación del muerto Herodes, multitudes hablando de locuras divinas, el terroso monte Sión, murallas, estraperlistas, diez mil simetrías y desordenes, artesanos resignados o descontentos, escalinatas y esos inefables y pobres seres, los escribas. Todo eso le llamó la atención a Gedaliah.
¿Por qué razón Gedaliah prefirió todo esto al desierto? ¿Por qué decidió quedarse entre los jornaleros con su denario supuesto, entre los grasientos comerciantes, entre los soberbios sacerdotes? Ni él lo sabía. Jerusalén era un animal múltiple y seductor. Le gustaba ir al lugar en dónde colocaban a los crucificados. Pero nunca podía escuchar lo que decían.
Llegó y vio y se maravilló.
Vio, entre otras cosas, a la mujer más bella: una ramera, igual a su madre. Soñaba con ella, mientras observaba el Valle de Tiropeón, o viendo el compulsivo sacrificio de las palomas durante el nacimiento de un niño. Pero a la ramera jamás volvió a verla.
Aprendió el oficio de la carpintería. Un buen hombre lo acogió, y le mostró a unificar y a dividir la madera. Para el buen hombre trabajaba Gedaliah. En secreto, puesto que el buen hombre no quería que otros supieran de su existencia: le consideraba un poco animal, su compañía le daba, en secreto, vergüenza. Pero eso sí: le pagaba lo justo. El buen hombre había prosperado durante la construcción del Templo.
Gedaliah era ya un ciudadano.
Luego de unos meses, regresaron las pesadillas: el desierto, en sus tripas, aún le llamaba, oscuramente. Frecuentó el Templo, para purgarse de su apetito bestial, o por lo menos se adosó contra sus muros enigmáticos.
Pero condicionado por numerosas, castigadoras tentaciones, Gedaliah terminó cediendo al antiguo hábito de comer carne humana.
¿Cómo hizo para conseguirla?
Una idea le había ya pellizcado el cerebro: los crucificados.
Gedaliah decidió comer a los crucificados del Gólgota.
El vicio le llamaba cada día. Su mal contenida prisa le llevaba de la mano velozmente, hasta el lugar maldito. Había allí un olor bullanguero a muerto, había allí un silencio de insectos tostados, había allí un frío sobrenatural. Según el estado del muerto, pagaba.
La carne de los crucificados tenía un sabor mejor y más especial. Mareante, intoxicante. De la lengua de Gedaliah nacían alabanzas. Comer esta carne era como una especie de gimnasia del espíritu. Gedaliah se hizo rápidamente adicta a ella. Enflaqueció en épocas cuando no podía conseguirla. Mil vidas estaba Gedaliah dispuesto a dar por un bocado de éstos. Casi lloraba cuando lo obtenía. ¿Casi? Lloraba. Lloraba. Lloraba.
El hábito se le había enraizado ya en lo más profano de la espina dorsal. Contemplaba la sangre relumbrosa que a veces acompañaba el alimento, tiernamente coagulada. Levantaba el pedazo de carne como si tuviese en sus manos un objeto sin historia, completamente inédito en los parámetros del mundo, y le daba a fuerza de verlo una categoría divina. Una pasión maligna se le había clavado ya en los ojos.
El Gólgota. En el Gólgota se alzaban tiernos criminales. El Gólgota era como un jardín: esclavos; culpables; envoltorios de lo más vil: hombres como Gedaliah.
A veces los crucificados susurraban, como si estuvieran dando un sermón. Era bello escucharlos proferir semejantes discursos, así de incoherentes.
Tenía Gedaliah un trato especial con los guardias.
Comenzó todo cuando se animó a decirle a uno de ellos que estaba dispuesto a pagarle, cada día, por un pedazo nimio del criminal de turno. “Oh”, dijo Gedaliah, “un pedacito mínimo, insignificante, me bastaría”. El guardia le dio un manotazo. “Eres un enfermo”, le dijo el guardia. “Un asqueroso leproso”, le dijo, por insultarlo.
Pero Gedaliah volvió al día siguiente, con el dinero. El guardia lo contempló; su lanza restallaba, gigantesca, atlética. Con esa lanza arrancó un pedazo del muslo del casi muerto. El pedazo cayó al suelo, vinoso. Gedaliah lo recogió, agradecido, convocando una tristeza de alegría, unas lágrimas de asombro. Así fue volviendo cada vez.
Por las noches, soñaba Gedaliah con su madre. Su madre no tenía rostro en estas pesadillas; pero Gedaliah la reconocía, de alguna forma.
La Pascua estaba por venir. Los corderos –lechosos, aceitosos– esperaban en las casas. Un hombre llegó: Jesús.
Jesús de Nazareth.
Jesús vio con asco los muros del Templo.
La muchedumbre lo escuchaba. Jesús sabía emplear las palabras. Sabía generar sensaciones extrañas en su público. Sabía hacer de cada palabra un filo puntiagudo que entraba en las carnes del corazón hasta lo más insondable, allí dónde sangre y lágrimas son –prodigiosamente– lo mismo.
Gedaliah lo vio entrar a Jerusalén, sobre un pollino. Blando y acusador, dijo que era un Rey.
Luego lo mataron.
El día de la crucifixión de Jesús, el ciudadano Gedaliah, y muchos otros ciudadanos, salieron a las calles, para verlo sufrir.
Verlo sufrir les daba el mismo placer que escucharlo: un placer indeterminado y poderoso. Lo miraban y todas las miradas conformaban un peso terrible.
Preguntó Pilato (y su mano se movía mentirosa, predeterminando el aire, los terremotos, las caricias del cosmos): “¿Y qué hago con ese tal Jesús, llamado el Mesías?”.
“Que lo crucifiquen”, decían todos.
Que lo azoten.
Que lo castiguen.
Que lo maten diez mil veces.
Decían todos.
Gedaliah tuvo hambre, de pronto.
Desnudaron a Jesús y del cielo cayó una lluvia discreta de genitales. Después le colocaron una corona hecha de espinas, o muy pequeña, o muy grande, pero ridícula en cualquier caso. Justo en el momento cuando le fue colocada, Gedaliah sintió un claro espasmo en el vientre.
El espasmo subió en intensidad, especialmente cuando Jesús cayó. Cayó una vez, cayó dos veces, cayó tres veces. La primera vez, un murmullo sobrenatural recorrió la muchedumbre, concitando poderosas fuerzas y magnetismos, organizando el mundo espiritual.
Gedaliah siente (a pesar del hambre urgente que le dicta que vaya buscar un alimento) la necesidad de seguir a este hombre doliente, y cuya madre ya está de rodillas. ¿Tendrá hambre ella también?, se pregunta/obscurece Gedaliah.
Pero: ¿qué está haciendo Simón allí? ¿Por qué ayuda al hombre que dice ser Rey? Gedaliah observa la piel sudorosa de Simón; le dan ganas tremendas de hartar.
Una mujer se acerca al hombre que sufre, para limpiarle el rostro. Esta mujer es buena, o algo bueno se ha superpuesto o intercalado momentáneamente en ella, puesto que su gesto no tiene nada de jurídico, de obligatorio. Gedaliah está otra vez enamorado. Gedaliah es un ser–hombre–animal que se enamora con facilidad, enfáticamente. Su enamoramiento está en directa proporción con su deseo de comer carne humana.
Jesús cae por segunda vez. Cae con cierto estrépito. Su rostro, a estas alturas asimétrico, pide calladamente, se descompone en mil rostros dolorosos, succiona el aire voraz, tiembla, se disuelve en las rotaciones que crujen. Otro espasmo en el vientre de Gedaliah.
El guardia que maltrata a Jesús se parece un poco a su padre, a Baruch. ¿Un poco? Es casi su réplica exacta.
Y todas esas mujeres un poco amargas, teatrales, mágicas, sollozando suciamente, entre magnánimos gestos no inteligibles... ¿Por qué la bulla finalmente, por qué no respetan el dolor de este hombre? Gedaliah no lo comprende. Oh, cocinarlas a todas, transformarlas por la vía hermosa del fuego, hacer de ellas un exacto alimento.
Y es cuando cae una tercera vez, una hosca tercera vez, Jesús. Gedaliah siente un gran calambre. Ésto no está bien. ¿Deberá Gedaliah ir por Jerusalén, matar a alguien, y entonces comer? Pero Gedaliah observa hipnóticamente a ese hombre que tiene delante de sí, a este hombre–carnicería, a este hombre–degradación, a este hombre–desollación, a este hombre–fábrica–de–espinas–moradas–atrofiadas. Gedaliah observa la sangre de Jesús, y saliva sólo de verla: esa sangre nueva como venida de un manantial de sangre. El romano chasquea el látigo. El pedazo de carne se desprende del cuerpo de Jesús. Nadie se ha dado cuenta de ello. Pero Gedaliah se da cuenta de ello. Se regocija para sus adentros, se alegra subrepticiamente.
Gedaliah permite que la muchedumbre iracunda se aleje tras el lacerado (cuyo destino ya no le interesa), y recoge el aceitoso pedazo de carne.
Gedaliah llegó a su casa con premura, con exaltación, con el corazón batiendo como un pájaro terrible.
Sus manos temblando como tiemblan las manos del más enfermo.
El episodio que sucede a continuación no admite, realmente, palabras. Gritos acaso.
Gedaliah prepara con amor, con ternura infinita, la carne de Jesús. La carne de Jesús es casi brillante, como hecha de cristales. Primero la lava, y una vez lista, dice una oración–susurro–temblor antes de comerla.
Una hora después, empieza a ver Cosas, Dedos, Montañas. Se transforma en roca, y una eternidad transcurre, y el sol lo calienta y lo castiga a partes iguales. Luego nace: sale del vientre de su madre: olfatea a su madre: al olerla sabe que es una prostituta, y que una gran enfermedad desfila en la raza de los hombres, desde los primeros tiempos, les corrompe las manos y los labios, y dice Gedaliah, dice el ciudadano Gedaliah: “Ah, entonces yo también: yo también soy hombre”. Un rostro, que es una luna, pregunta:
–¿Estás listo?
Y Gedaliah contesta:
–Sí, estoy listo.
Y los planetas colisionan, y los soldados mueren, y los templos crecen y caen, y los hombres se transforman en mujeres, y las mujeres en hombres, y Gedaliah está presente en todas las asignaciones de la vida, y llora por una flor muerta. Siente una gran podredumbre insoportable crecer en su interior, un fuego de la nada crecer en sus venas. Se rasga la vestidura.
–Allí lo tienen, el Rey de los Judíos.
El soldado (pero ese soldado es su Padre, su hermoso Padre) ha rasgado su vestidura, y ahora lo exhibe y ridiculiza frente a todos. Gedaliah no sabe muy bien cómo reaccionar:
–Jesús, Rey de los Judíos.
¿Por qué su Padre lo sigue llamando Jesús, lo sigue ridiculizando, le pega una y otra vez con el látigo, le ofrece vino con hiel?
Los clavos entran calmosamente y Gedaliah siente un dolor punzante, que agradece.
A Jessica
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