El Monte Merón no expira.
No soy practicante del Sabbat, pero he decidido visitar la tumba del
místico judío Simeón bar Yochai, en esta mañana en que el fuego del sol
restalla contra el domo y la piedra blanca del muro es como un espejo
iluminado.
Yo también soy un peregrino a mi modo (a mí también me piden dinero y
caridad) pero uno más sinuoso y me consigo deslizar entre los tantos barbados devotamente
nerviosos y filactéricos, hasta la cripta, que es huerto.
¿Qué es lo que sé de Simeón bar Yochai? Sé que estudiara con Rabbi
Akiva. Sé que vivió en una época en donde aún los campamentos romanos ondeaban sus
banderas heladas en la distancia. Sé que fueron ellos, los romanos, quienes lo
condenaron a muerte. Que huyó, con su hijo, a una cueva, cueva que mudara en árbol y manantial, y que así, enterrados, vivieron doce años (más
uno) hasta que una visión les dijera que el emperador había muerto.
No fue bonito lo que vieron afuera: judíos degradados, como animales, alejados
de la plegaria y el estudio. Vino la hora de los discursos,que más tarde,
supuestamente, darían el Libro del Esplendor.
Si usted es cabalista conoce todo eso de los mundos, los nombres, las
séfiras, las propiedades, ha recorrido las alegorías, las geometrías, los
senderos y los salones; sabe perfectamente que lo de abajo es lo de arriba; que
todos los grados llevan el Sello del Eterno.
Prendo una vela en nombre de este constructor de milagros, este
Profeta y Maestro de la Piedad.
El día que murió Simeón bar Yochai el día se alargó. Sea este poema un
homenaje a ese día largo, largo, para que de ese modo se siga pues alargando.
Salgo de la tumba amaestrado por su energía sagrada.
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