Caminaba acendrado, haciendo todos sus milagros,
convirtiendo el invierno en algo así como el verano.
Si tuviéramos un catalejo podríamos ver a San Patricio
(¿pero no es San Patricio muy antes de los catalejos?)
por los senderillos púberes, húmedos, no fabricados,
recolectando el rocío tierno, milagroso de todo trébol.
Fue esclavo y fue otra cosa. Fue esclavo y fue pastor.
Pero ayunó e hizo las oraciones, y concisamente escapó,
llegando al borde de aguas grises: habrá dado las gracias.
El barco supo de tormentas, y encalló, empero, en hambre.
Pero Dios es el que brilla, y el mundo se pobló de cerdos,
y esos cerdos fueron comidos, las tripas fueron saciadas.
Así pues, Francia lo tuvo. Pero Irlanda, ella, lo reclamaba.
Todo ha de volver, como dice la herejía, y San Patricio volvió
a aquella Tierra, la profunda y resinosa, como verdísima saliva.
Evangelizador nato, misionario inteligente, obsesivo y lustral,
odiado por paganos y pelagianos, ese hombre que lloraba
y cantaba, derrotó y crucificó no sabemos cuántos dragones.
Su suerte, su gran fortuna fue hacer de las runas cruces.
Verán: San Patricio sabía que Irlanda era libre y era pura,
y que no podía ser por tanto encerrada en una hornacina.
Por tanto, todo eso que ya estaba se limitó a hacerlo otra cosa.
Y así fue como druidas e incrédulos se sometieron a la Doctrina.
(Pero algunos de esos bravos hombres permanecieron libres,
de cara a la noche. Ya tendremos ocasión de hablar de ellos.)
Cuando San Patricio golpeaba el piso con su báculo precioso
(eran siete golpes macizos, subdivididos, perfectos y legibles)
la geografía del pecado se rompía, huían las sierpes de la Isla.
Y lo hacía cantando: Patricio era también de la poesía y del himno.
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