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Paracelso


Teophrastus von Hohenheim,

llamado Paracelso, está en su espacio privado,
pensando mucho, con su cabeza mineral y metálica,
en cosas superiores y en realidad revolucionarias.

Camina con mucho espíritu, paso adichado,
y de forma aritmada, deshaciendo teorías
y cocinando espagíricamente otras,

más exactas, mientras vigila
con gran ley, y arcanicidad,
sus procesos alquímicos.

Llueve o no afuera, y Paracelso lo sabe,
porque Paracelso pues lo conoce todo

de la Naturaleza.

Y del ser humano, ese microcosmos, que sabe frágil.

(Yo también pienso que el ser humano es frágil,
que es como una telita, como un pan que se pudre,
un pétalo de leche o ala de murciélago que se rasga,
vibración ínfima, pájaro con lumbago, rosa indecisa.)

Muy jodido ser humano. Extremadamente jodido.

Por tanto el Padre de la Química y de la Medicina Moderna,
como se le llama a veces, está resuelto a ser un pequeño dios,
al servicio de uno mayor, y curar al hombre, y sus venas de luto,
sus mutables miserias, oscuras generaciones, sus puras desdichas.

Para poder curar como Dios manda hay que botar muchas cosas,
hacerse enemigo del latín, de los viejos nombres, las viejas salivas,
conocimientos muertos (los humores) y tantas herraduras heredadas.

(Él, que combatió tanto la charlatanería,
fuera seguido por tantos charlatanes.)

Las artes curativas demandan nuevos modelos
(sal, azufre, mercurio) y nuevas presentaciones
y nuevas herramientas y muy buenos aforismos.

(«La dosis hace la diferencia entre un remedio y un veneno»).

Paracelso camina muy universal por su espacio privado,
y un pequeño homúnculo camina raudo entre sus piernas,
arrastrando bien sea un talismán o una piedrecilla de oro.

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