No hay fuego que pueda quemar la luz. Gurú Arjan, en 1606, pudo invocar toda suerte de poderes superiores, cuando lo cubrieran de arena calientísima, ubicaran en ardiente plancha, envolvieran en hirviente agua, pusieran en infernal caldera. Pudo invocarlos, sí. Sin embargo no lo hizo. Mian Mir, el Sufí, ofreció destruir al tirano, pero Gurú Arjan, el Quinto, declinó toda intervención. No es que el gran yogui no pudiera él mismo acallar las brasas del emperador, derrumbar su palacio todo, y a todos aquellos –lacayos, ignorantes, cobardes, obcecados– quienes le rodeaban. Si hubiera querido, Gurú Arjan hubiera sanado al instante su cuerpo magullado de ampollas, como flores de agonía. Después de todo, su sadhana era así de múltiple, así de poderosa. Y grande su mérito por recolectar los versos en el Libro Vivo. Y había repetido tantas veces el nombre de Dios como estrellas hay en el cielo. Y había construido un templo de cuatro entradas, que no discriminaba a nadie. Y su corazón era como una flauta infinita. Y dulce gracia emanaba de sus poros. Y hasta la uña más insignificante de sus pies estaba mojada de poder cósmico. Y sin embargo prefirió la discreción; y optó por recogerse en su disciplina divina; y cumplió con no exhibir sus francas realizaciones. Se dice que el líquido hirviente era algo así como tibio néctar para él. Se dice que no quiso hacer daño a nadie pues lo divino en todos reside. Se dice que el sufrimiento y la muerte no le ocasionaban miedo alguno. Se dice que convirtió su dolor y sacrificio en una poderosa ofrenda. Se dice que no quiso interrumpir el flujo, deseo y voluntad del Único. Como sea, creemos que no se equivocó. Que no se equivocó, puesto que al pie de esa humildad y esa fragancia y ese martirio prosperó una religión docta, noble, poderosa, ordenada, sensible. Dios bendiga a los Sijs, y a los pájaros que viven cerca de ellos.
No hay fuego que pueda quemar la luz. Gurú Arjan, en 1606, pudo invocar toda suerte de poderes superiores, cuando lo cubrieran de arena calientísima, ubicaran en ardiente plancha, envolvieran en hirviente agua, pusieran en infernal caldera. Pudo invocarlos, sí. Sin embargo no lo hizo. Mian Mir, el Sufí, ofreció destruir al tirano, pero Gurú Arjan, el Quinto, declinó toda intervención. No es que el gran yogui no pudiera él mismo acallar las brasas del emperador, derrumbar su palacio todo, y a todos aquellos –lacayos, ignorantes, cobardes, obcecados– quienes le rodeaban. Si hubiera querido, Gurú Arjan hubiera sanado al instante su cuerpo magullado de ampollas, como flores de agonía. Después de todo, su sadhana era así de múltiple, así de poderosa. Y grande su mérito por recolectar los versos en el Libro Vivo. Y había repetido tantas veces el nombre de Dios como estrellas hay en el cielo. Y había construido un templo de cuatro entradas, que no discriminaba a nadie. Y su corazón era como una flauta infinita. Y dulce gracia emanaba de sus poros. Y hasta la uña más insignificante de sus pies estaba mojada de poder cósmico. Y sin embargo prefirió la discreción; y optó por recogerse en su disciplina divina; y cumplió con no exhibir sus francas realizaciones. Se dice que el líquido hirviente era algo así como tibio néctar para él. Se dice que no quiso hacer daño a nadie pues lo divino en todos reside. Se dice que el sufrimiento y la muerte no le ocasionaban miedo alguno. Se dice que convirtió su dolor y sacrificio en una poderosa ofrenda. Se dice que no quiso interrumpir el flujo, deseo y voluntad del Único. Como sea, creemos que no se equivocó. Que no se equivocó, puesto que al pie de esa humildad y esa fragancia y ese martirio prosperó una religión docta, noble, poderosa, ordenada, sensible. Dios bendiga a los Sijs, y a los pájaros que viven cerca de ellos.
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