Es la realidad.
Ramana Maharshi es el maestro total que abre todas
las puertas,
que son una, y que está en el corazón, sede de la
efulgente
consciencia.
Pasó por la cámara de la muerte.
Descendió al final de su cuerpo.
Interrumpió todos los flujos.
Detuvo todos los signos.
Murió: se volvió canal.
Un millón de mosquitos muerden al yogui austero,
¿pero cómo podrían morder al Sí Mismo, cómo?
Ramana no está en el templo. El templo está en
Ramana.
Ramana no está en la cueva. La cueva está en Ramana.
Ramana no es un mito, sino un ser demostrado,
de quien nos queda su divino calor y su mirada,
en una foto que emana insondable magisterio.
Ahí aparece, blanca la barba, serenísimo.
En otras fotos, tomadas en Ramanashram, le vemos
casi desnudo, excepto el taparrabos, simple,
natural,
irradiando infinita humildad y el inmutable darshan.
Las realidades de lo alto y de lo bajo jamás lo
tocan,
no lo tocan los contenidos de lo profano y lo
sagrado,
ni los esquemas inagotables de los agotados
buscadores,
quienes trabajan para el ejército de la ilusión,
ranas amargas,
viviendo siempre en diferido, en perpetua petición,
extraviados.
Ramana siempre estuvo ahí para ellos y les dio de
comer,
y respondió accesible sus preguntas con el sol de su
silencio
y con la claridad de sus palabras, y la pregunta:
¿quién soy yo?
Devotos: vayan a Arunachala, recipiente infinito,
medicina de la Gracia, caminen en sus senderos
por donde Dios caminó. Serán recompensados.
Es 1950. Ramana está muriendo.
Los locales y los occidentales lloran,
lloran al jivanmukta, le piden que no se vaya.
«¿A
dónde puedo ir?»,
responde él. «Siempre estoy Aquí.»
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