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Madre Teresa


No ahorquen la paloma en el pudridero. No sean fraudulentos. No olviden la germinación. No olviden venatoriamente a la Madre. Yo quiero hablar de la mujer de 1.55 metros que hundió sus manos, tan frágiles y albanesas y cereales y escasas, en la entraña, en la argamasa enferma, que orbitó humanante en los arrabales indios con su amor monjil, que fue totalmente de Jesús. Yo estoy hablando, carajo, de la que recogió, de la que limpió, de la que levantó. De las masas verificadas que ayudó de sol a sol. No de la nobelizada y beatificada. Mucho menos de las baratijas a la salida del Kalighat, sino de esa menuda tempestad que corazonó como nadie a sus congéneres, los desparramados, los caliginosos, los más pobreiformes de los pobreiformes, en esa Calcuta Ardiente que Derrota y Reanula. Yo estoy hablando de ese pasillo de luz llamado Teresa (que tomó su nombre de Santa Thérèse de Lisieux, otra flor infinita). Yo estoy hablando de la simple Anfitriona, que, como esos a quienes ayudaba, dudaba, porque los santos también dudan.

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