El aura y el rezo.
Bernadette y la benedicción,
dieciocho veces consumada.
Que la Divina Virgen apareciera a mujer
tan humilde no fue ignorado por la Iglesia.
Tampoco fue ignorado el hecho de que,
desde el más allá, un brote de agua, acá,
surgiera, limpio, balsámico, y compasivo.
Nació la capilla fluida, ante los tumores de este
mundo,
donde las lágrimas nacen enfermas, y los músculos
caen,
negrísimos, por los caminos amargos, y las paredes
lloran.
Pero en Lourdes hasta las paredes se restablecen,
hasta las piedras y los dioses heridos de muerte.
Y los seres van con sus vientres tan turgentes,
cancerados, con sus sufrimientos, sus fiebres,
sus patrones malignos, a tomar la medicina.
Cojos y tullidos, beban lo radiante.
Tísicos y sidosos, beban lo sagrado.
Lo inmaculado, lo inconcebible,
beban ustedes, los del alzhéimer,
así encriptado. Sanen invidentes:
vean a ese Dios entre las formas.
¿Quién puede hablar de las misteriosas sinergias que
aquí acontecen?
La fe, la veneración, la procesión incesante, son el síntoma.
Vienen a ver a la señora nívea y celestial, medicinal y celeste.
De su rosario puro, brotan todos los poderes y los milagros,
a este espacio franco y mineral, de humedad y de lamentos,
al cual, cada año, peregrinan millones y millones de personas,
buscando a la Patrona extraordinaria –su fragancia sanadora.
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