antes
que cualquier otra cosa.
Luego
emergieron los otros seres,
los
dinosaurios, Diderot, el ferrocarril,
la obra
de Heisenberg y American Idol.
Pero
primero Brahma.
En su
grandeza, en su enorme ingenuidad,
asumió
Brahma que él y no Eso había creado
el Cosmos.
Y
cuando la caligrafía universal colapsó,
Brahma
estaba pues un poco perplejo:
¿en qué
momento había
decidido él (o el otro)
destruirlo Todo?
destruirlo Todo?
“Bah”,
dijo, “quizá lo hice mientras dormía”.
Y lloró
una a una a sus supuestas criaturas.
Pero
luego comenzó a desintegrarse él también.
En tal
momento entendió
–el
último ser, el ser último–
que no
era él quien ordenaba
la
aparición y la desaparición
de las
cosas, y que había algo
previo
a él, de lo cuál él mismo
era un producto
y una expresión,
y que
no era algo y no era nada.
«Eso», dijo
el centinela Brahma.
Se
sintió solo, pero a la vez sintió
que le quitaban
un peso de encima,
y
naturalmente ese peso era el peso
del formidable,
del inefable Universo
–que nunca había sido
suyo para empezar.
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