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Merton



Vendrá el Señor con su tormenta de esperanza y sacrificio, y mostrará una zarza ardiente sobre la cabeza calva, espiritual de Thomas Merton.

Se puede decir que Merton fue fundamentalmente un ser de Cristo. Aún habiendo conversado con –e incluso participado en– otras formas de religión, Merton fue esencial y radicalmente cristiano, intransferiblemente cristiano.

Todo lo que hizo fue propulsado por esta identidad y vocación inexpugnable, y por eso es que Merton puede –como quizá ninguno– hacernos ver su belleza y su exclusividad espiritual. 

Para mí es una de las figuras estelares del catolicismo contemporáneo, una de las más importantes, junto a un Theilard de Chardin.

A la vez, es una de las figuras estelares de la interespiritualidad, que es mucho más que ecumenismo. Todas las religiones tienen aguas meritorias y calman la sed. Todas los senderos de la montaña llevan a la cumbre de la montaña, y son montañas, por derecho propio.

La Contemplación fue la Madre de Merton, pero antes conoció la luz de la soledad, el hermano nihilismo de las cosas sin centro, los caballos irascibles de la insatisfacción. Y bebió en una recámara de cráneos, y conoció el pecado y sus innumerables testículos, y una espina de canícula lo atravesó profundamente.

Todo ello lo llevó al esplendor simple de la Fe. La Fe, ese ganglio infinito, sobrenatural, entró en su desierto. Entre ángeles degenerados, entendió su vocación. Jesucristo superpuso su gracia, de su mismísimo hígado le dio de comer.

Convertirse no es fácil. Podemos ver a ese joven Merton rechazado, sin orden, abolido. Pero Gethsemani vino a darle la anhelada consolación. Allí fue la feliz teología, la humildad monástica, la dulce disciplina lacerante, el espejo de la verdad religiosa. Esa jeta suya, y esas suyas manos, pasaron a ser de Dios, y de su rosa. En la Liturgia todo sapo se despudre. En el Corazón toda tos cesa. En la aridez surge Presencia.

La introversión, el camino contemplativo, la vida de plegaria, la recolección profunda, iluminaron sus costillas. Merton registró la voz innegable del Abismo. Las piedras, con él, meditaron.

En la ballena de la escritura encontró algo. Conoció la arboleda y aleluya de la palabra respirante. Se puede ser poeta y se puede ser nada. Se puede ser nada y se puede ser canción. Canción fraternal y humana, como humano fue Cristo. Cristo tomaba whisky y tomaba fotos, por las calles radiantes de Jerusalén, la futura.

Padre tremendo, gigante contemplativo, monje de todos: Merton. Nunca olvidaste la eternidad del otro. Comprendiste que los muros de la Iglesia tenían que ser muros de caridad, muros abiertos, antimuros. 

La resonancia de Merton es invaluable. Y lo sería más si no hubiera muerto en un lamentable accidente.

Esta columna es una plegaria y esta plegaria es para el Trapense, porque nos explicó que Jesucristo es de aquí y es de allá, es aparte y es perro (y es fuego y es fervor y es corriente eléctrica). Porque nos enseño que Dios reza en nosotros, cuando no sabemos rezar.

Así me arrancaran las uñas, yo seré siempre del Amor. Nada sé.

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