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De la inconsciencia al ser


Todo recién nacido ha nacido en un estado de adualidad inconsciente.


Eso quiere decir, entre otras cosas, que la dualidad epistemológica sujeto/objeto no se ha formado. 

 

De hecho no sabe diferenciar lo subjetivo de lo objetivo. Piensa que el pezón de su madre es parte de su boca, cosas así. 

 

El problema con no tener límites es que somos muy vulnerables. 

 

Pronto la inocencia del niño empieza a ser lastimada por la experiencia.

 

Y surge el daño. 

 

El daño da lugar al miedo. 

 

El miedo invoca un instinto de protección y seguridad, y entonces el pequeño empieza a definir paredes, a marcar la separación. El mundo interior se precisa. La esfera de la consciencia subjetiva se consolida. La persona básica. El yo elemental. Al principio de un modo inestable, pero eventualmente de un modo más firme.             

 

Siendo ya una persona, aún no es una persona propiamente egoica. De esta persona pre–egoica es que germina el ego propiamente dicho. El ego es una especie de persona especializada, refinada. 

 

Quienes alcanzan a desarrollarse lo suficiente consiguen ir más allá del ego especializado y se convierten en una especie de persona postegoica, o persona esencial. 

 

Esta persona esencial sigue siendo una persona individual, pero es más como la versión quintaesenciada de la persona. 

 

Tiene la capacidad de expandirse y abrirse a mundos cada vez más sutiles.

 

En un momento de hecho pierde todo estatus de persona individual y se funde con zonas cada vez más transpersonales y vastas; es la persona cósmica. 

 

La persona cósmica ya no depende de la atención local. Posee una suerte de sintiencia ubicua que le permite desplazarse a múltiples coordenadas de la manifestación, fuera de la esfera individual. 

 

Es un tipo de consciencia muy avanzado, pero no es aún la consciencia testigo, que está incluso fuera de la manifestación. 

 

Es imperativo posicionarse en el testigo, si queremos trascender la dualidad. 

 

Cuando el testigo se da la vuelta, por así decirlo, y se mira a sí mismo, ahí empieza el fin de la dualidad, de la relación epistemológica sujeto–objeto. 

 

En efecto, el testigo tiene la capacidad de ver hacia fuera o hacia dentro de sí mismo.

 

Cuando el testigo deja de ver el mundo fenoménico y pone su atención hacia dentro, hacia sí mismo, hacia su propia capacidad de ver, se quema, como polilla en el fuego. 

 

Y ahí nace el ser puro, sin referencia de esto o aquello, sin duplicidad, cuya base última es el vacío. 

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