Para llegar
al Tíbet hay que salir del Tíbet,
emerger de su
larga y fría y larga anestesia,
saltar sus
enormes muros mudos, buscando
el calor
sagrado de las prostitutas sin dientes.
Porque el
Tíbet, de hecho, no existe, jamás ha existido,
salvo en el
feto exangüe girando en el vientre de la rueda.
No necesitamos gentiles reencarnados
bebiendo martinis
de luz en el
centro sin carne de los palacios de máscara.
El viaje –lo
dijo el loco, lo dijo el paralizado–
no tiene
finalidad, y a propósito no tiene fin.
Seguimos
cayendo, seguimos cayendo, caemos, a ningún lado,
en este
inconmesurable ataúd sin paredes, pero
nuestra caída
sin forma es
una forma de dar, de dar de comer a las palomas
de la niebla, a los seres sin saldo, atormentados
por no saber
vagar en este
vasto Tíbet sin Tíbet, este feroz Tíbet abierto.
Somos los
exiliados, el hígado se nos está muriendo.
Somos los nómadas, estamos despiertos.
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