1.
1951.
Un
sacerdote camina
por
los senderos matinados
de
Central
Park.
2.
Es
verano, a lo mejor:
las
flores
se
ofrecen
científicamente
a los paseantes.
Nuestro
sacerdote,
(ya
viejo:
nació
en un país por ratos beato,
llamado
Francia, en 1881)
las
ama y las contempla.
También
ama y contempla
a
los niños que corren
en
el parque.
Ama,
contempla a los ángeles
que
residen en las hojas
de
los árboles consanguíneos.
3.
Los
niños no lo miran, o apenas lo miran,
y
desde luego lo ignoran todo sobre él.
Que
se llama
Teilhard de Chardin.
Que
leyó, con idéntico fervor,
la Biblia y a Bergson.
Que
vio fuego y espíritu
en rocas y rojos minerales.
Que
nos habló
de cosas depuradas y enigmáticas
(Noosfera, Medio Divino).
4.
Que
entendió
a
cabalidad
el
proceso
por
virtud del cual
el
infinito amor geométrico
se
mueve a través
de
las edades
del
universo.
5.
(Teilhard
de Chardin
fue
injustamente castigado
por
los Santos Idiotas.
Después,
los Santos Idiotas
habrían
de perdonarlo.
Fue
perdonado asimismo
por
los grandes edificios
devotos
de Nueva York
–que
también tienden al Omega–
y
fue perdonado
–antes
del tiempo
y
del espacio–
por
el que Todo
lo
perdona.)
6.
El
anciano quizá débil
–débil
en apariencia,
en
realidad su cerebro
de
poderes áureos
respira
lo tangible
y
lo intangible–
va
por los narrados
caminos
del Central
Park
sintiendo
la Santa Materia.
Justo
en tal momento,
una
niña muy inteligente
(también
un poco torpe)
se
tropieza contra él.
El
anciano se levanta.
Intercambian unas palabras.
Ahora
los dos están riendo:
observan
un gusano.
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