La responsabilidad abre el camino a la autonomía y la libertad maduras, a la justicia y la rendición de cuentas, a la vigilancia y a la enmienda.
Por supuesto, es un valor que siempre hace un poco de ruido. Es normal: hemos convertido la responsabilidad en la caricatura de la responsabilidad: el troquel parental es motivo de toda clase de sospechas.
Pero sería igual de sospechoso caer en el otro extremo: el de la irresponsabilidad, el de la negligencia, el de la desidia, el olvido, desorden, impunidad, y abandono. Todo eso que supone vivir al margen de los deberes, los cargos, las obligaciones, los compromisos, las equidades, los respetos, los ordenes, las atenciones, las leyes y los karmas, como no sea los inmediatos y los que nos convienen y los que nos permiten abusar endogámicamente del otro. ¿Quién ahora está pensando a cincuenta o cien años plazo?
La responsabilidad, como metavalor, trae consigo una miríada de responsabilidades subalternas, en tantísimos ámbitos: laboral, fiscal, ambiental, comunicacional, genital, etc.
Por demás, hay distintos órdenes de responsabilidad: para empezar está la responsabilidad individual, la responsabilidad familiar, comunal, nacional, global y, bueno, la universal. La cuestión de trabajar con vista a círculos crecientes de responsabilidad es crucial. Es decir que la responsabilidad limitada es peligrosa, y trae inevitablemente una guerra de perspectivas.
Por tanto, cualquier responsabilidad local deberá ser comprendida en un orden más grande de responsabilidad y gobernabilidad; correlativamente, las responsabilidades abstractas deberán encarnar en lo inmediato.
La responsabilidad, siendo de todos, no puede ser comprendida en realidad sino como radicalmente propia. Es decir que no podemos pedir responsabilidad sin comprender que esa responsabilidad es más que nada nuestra (o seremos iguales a esos judíos revolucionarios de Monty Python en “La vida de Brian”, que solo hablan, se indignan, nada hacen). No podemos pedir responsabilidad sin dar el ejemplo de la responsabilidad.
Pero no caigamos en el moralismo, no caigamos en la rigidez, no en el legalismo, ni en la hiperestesia jurídica. Y mucho menos en el dogmatismo jihadista o violento. Tampoco caigamos en la codependencia: hacer por otros lo que estos son capaces de hacer por sí mismos.
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