El cosmos clásico de los chinos está compuesto por tres planos: tierra, hombre, cielo.
Yo prefiero llamarlos tierra, horizonte, cielo.
O tierra, corazón y cielo.
A veces se cree que el infierno está metido en la tierra, el paraíso en el cielo.
Y que el ser humano vive en un lugar más bien neutral.
Y que en base a la calidad de sus pensamientos, palabras y acciones, puede ir al infierno (que al parecer está sumergido en la tierra) o al paraíso (que al parecer está sumergido en el cielo).
En lo personal no estoy de acuerdo con esta particular cosmología y esta particular soteriología.
En mi manera de verlo, no es que la tierra sea de la oscuridad y el cielo de la luz, como puede parecer.
Antes bien considero que cada uno de estos niveles posee su propia luz y su propia sombra.
El principio del equilibrio nos pide que integremos tanto la luz como la sombra de cada cual de estos planos.
Cuando fallamos en hacer esta integración, creamos alguna clase de infierno.
Por supuesto, la tierra es densa, el cielo transparente, eso está claro.
Pero ni la densidad es particularmente infernal ni la transparencia particularmente paradísiaca.
Lo que se quiere comunicar aquí es que tanto la densidad como la transparencia tienen su puño y su apertura.
La sombra de la tierra es la claustrofobia más oscura; la luz de la tierra es constituirse como una suerte de vientre protector.
De su lado, la sombra del cielo es un abismo de luz que te calcina; la luz del cielo es una claridad que te permite verlo todo en todo su esplendor.
¿Qué hay del corazón, del horizonte? La sombra del horizonte sería la división infinita: eso de estar perpetuamente fracturado, dividido entre la tierra y el cielo: tal es la condición humana.
La luz del horizonte es una conciliación, un encuentro, un claroscuro hermoso.
Así como usamos el modelo de los tres planos, podemos usar el de los cinco planos: cuerpo, energía, emoción, mente y espíritu.
Es decir tierra, agua, fuego, aire y éter.
Cada uno de estos elementos tiene su luz y su sombra.
La tierra en su sombra tritura; en su luz, guarece.
El agua en su sombra arrastra; en su luz, circula.
El fuego en su sombra quema; en su luz, calienta.
El aire en su sombra arranca; en su luz, despeja.
El espacio en su sombra abisma; en su luz, libera.
Vemos pues cómo cada uno de los elementos tiene claridad y oscuridad, tanto literal como simbólica.
Tomemos, para explicarnos mejor, un elemento solo, digamos el agua.
En este caso, si seguimos la idea de integrar tanto la luz como la sombra, eso querrá decir que tenemos que integrar su intensidad ahogante como su armoniosa fluidez.
En mi forma de verlo, el infierno del agua se da porque no estamos fluyendo con su energía descoyuntante o bien porque estamos cediendo demasiado a la misma.
De pareja manera, el infierno del agua ocurre cuando no estamos comunicando con su serenidad fluyente o cuando nos volvemos adictos a su armonía dinámica y a sus profundidades.
O alguna combinación de estas cosas.
El paraíso es precisamente lo inverso. Integrar la intensidad del agua. Integrar sanamente su sana fluidez. Desapegarse de toda esa vehemencia acuática. Desapegarse de su bella ondulación.
O una combinación de estas cosas.
En corto, el paraíso es integrar y trascender tanto la sombra como la luz del agua.
Aquí solo tomé el ejemplo del agua (el símbolo asociado al plano de la energía) pero se entiende que lo mismo aplica para cada uno de los elementos, es decir al espectro entero del cosmos.
Quiero decirlo una vez más: el infierno no es un lugar metido allá abajo en la tierra y el paraíso no es un lugar metido allá arriba en el cielo.
El infierno es cuando rechazas o absorbes compulsivamente tanto la sombra como la luz del cosmos, en todos sus planos.
Asimismo, el paraíso es cuando sanamente integras y te desapegas de la sombra y luz del cosmos.
Integrar y trascender, como reza el apotegma integralista.
Quienquiera intente establecer un infierno sin luz va a crear evidentemente un infierno.
Pero luego quienquiera intente crear un paraíso sin sombra va a crear lo mismo un contexto inférnico.
El punto es que solo podremos crear un paraíso si nos abrimos por igual a la luz y la sombra, sin hacernos adictos a ambas.
No es fácil, se deduce.
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