Toda sociedad necesita un contexto.
De análoga manera, toda sociedad sagrada necesita un contexto sagrado, y ese contexto sagrado es el mandala.
Sin mandala, o contexto sagrado, no hay, de hecho, iluminación.
El mandala es el vehículo contextual que hace posible que la iluminación acaezca.
El mandala es el cuerpo o ambiente tangible de la iluminación.
El mandala es un espacio definido que contiene la iluminación.
Contiene la iluminación y es la iluminación.
Es la iluminación y contiene la iluminación.
Contener no quiere decir limitar.
No quiere decir restringir la iluminación.
El mandala no sella ni congela la iluminación.
El mandala no sella ni congela el mandala.
Si hay límites, están ahí para enmarcar y condensar y proteger el mandala mismo.
Lo protegen, sí; resguardan su integridad, su pureza.
Pero de hecho son límites igualmente receptivos y expansivos.
En tanto que límites expansivos, se encuentran continuamente con lo otro, no de un modo colonialista, deprededor, sino desde la apertura misma.
El mandala es una esfera abierta que crece –y hace crecer– sin arruinar lo que toca.
Cuando toca algo no lo convierte a sí mismo, sino lo convierte al sí mismo, que es distinto.
De hecho el sí mismo hace que lo convertido sea más sí mismo, más de lo que ya era para empezar, pero ahora de un modo iluminado.
Toda sociedad iluminada es por definición un mandala.
Todo mandala es por definición una sociedad iluminada.
Sociedad iluminada y mandala son una y sola cosa.
Un mandala es una totalidad, una coherencia despierta.
Un mandala, en su auténtica acepción sagrada, no meramente laica o psicológica, es una totalidad iluminada.
Eso quiere decir que cada uno de sus puntos, y cada uno de sus conjuntos de puntos, y el conjunto todo, poseen la misma cualidad iluminada e iluminante.
Cada punto y cada totalidad del mandala, incluyendo el mandala mismo, constituyen una totalidad despierta.
Esta sociedad mandálica es todo lo contrario a un fragmento samsárico.
Esta sociedad mandálica es muy distinta a la sociedad fragmentada, que es samsárica lo mismo.
La sociedad iluminada no es una sociedad fragmentada ni tampoco uniforme.
Esta clase de sociedad no le resta individualidad a sus holones–ciudadanos, a sus individuos.
De hecho puede decirse llanamente que sin individuo no hay sociedad iluminada.
En el centro de esta sociedad iluminada está siempre el individuo realizado.
Él y ella es la deidad central desde la cual nace y crece el mandala de la sociedad iluminada.
La sociedad iluminada siempre tiene una base concreta, fundamental: el individuo iluminado.
La sociedad en general nunca es abstracta, nunca impersonal, y la sociedad iluminada pues ya no digamos.
No es aquí la persona a costa del conjunto, no queremos decir que la sociedad iluminada es individualista o personalista, y mucho menos egocéntrica.
Lo que queremos decir es que el árbol de la sociedad iluminada no puede surgir de otra cosa que no sea la semilla del individuo concreto iluminado, cuya tendencia natural es propagar su naturaleza iluminada a conjuntos de seres y realidades cada vez más distantes.
Es cierto que realizado es siempre el centro del mandala, pero el realizado no es una individualidad limitada, un ego.
Más bien es un vacío.
Un centro vacío.
Sin vacío no hay realización.
Es porque está vacío que el realizado puede manifestar el mandala.
El mandala es una expresión de su vacío.
Esto es importante comprenderlo, como es importante comprender que el realizado es siempre lo que ya es mandala.
Hay una continuidad irrompible entre el realizado y el mandala.
Hay una continuidad entre el centro, las zonas medias, los bordes del mandala.
Todo mandala siempre tiene un centro, un territorio intermedio y una zona borde o periferia, tal es su composición topográfica.
Y hay una progresión natural que va dándose del centro al borde: un movimiento centrífugo, que va de lo lo íntimo a lo lejano, sin perder intimidad.
Esta intimidad pervasiva, este calor misterioso, garantiza la autenticidad del mandala.
Y es un misterio que empieza en el realizado, en la experiencia inmediata del realizado.
La primera y fundamental expresión de nuestra sociedad sagrada es el cuerpo, habla y mente iluminados del realizado (y realizador).
El realizado dispensa continuamente gestos, palabras y pensamientos iluminados, dispensa iluminación.
Esta iluminación se trasvasa al entorno próximo.
El entorno próximo, transfigurado por este esplendor, se postra ante este esplendor.
Se postra ante este ser, que no es bajo ningún criterio un ser ordinario.
Como vimos, el realizado es la deidad central del mandala.
O, si quisiéramos, asentar una visión más secular, el realizado es rey.
De hecho, es más rey que cualquier rey.
Es el auténtico rey sagrado.
Y este rey crea a su alrededor un loka sagrado, un entorno sagrado, un ambiente sagrado, un palacio sagrado.
El palacio es la expresión más tangible de su realeza, de su personalidad sagrada, es la franja más densa y adyacente de su iluminación.
En cualquier descripción mandálica, en torno a la deidad siempre hay un sequito de seres sagrados rodeándole y celebrándole.
Una serie de interacciones y etiquetas sagradas y palaciegas, dándose permanentemente.
Todo esto parece muy mítico, pero es lo más concreto del mundo, y así lo viven los realizados.
Los realizados convierten su vida ordinaria y doméstica en una esfera sagrada de la cual emana una fragancia numinosa y exquisita.
Del sistema doméstico pasamos a un sistema más expansivo y más abstracto.
Digamos que la esfera sagrada doméstica es la que posibilita la extensión centrígufa del mandala, o contexto sagrado, hacia regiones cada vez ferales, en un patrón incluyente.
Este es el reinado que el realizado, o monarca central, va hilando y creando.
Lo que empieza con un trazo doméstico simple –como el trazo simple e íntimo de una caligrafía– se traduce a trazos organizacionales cada vez más complejos.
Ahora bien, esos trazos complejos no son a costa del trabajo íntimo, no.
No es que el trabajo macro sea más sagrado que lavar los platos, por ejemplo, o viceversa para el caso.
La vida ordinaria y la gobernanza abstracta reciben la misma corriente, la misma electricidad despierta.
Si estamos lavando los platos, tenemos puesto el turbante de lo divino, y si estamos macrogestionando, lo hacemos con el mismo sentido de relajación y deleite que si estuviéramos en casa regando las plantas.
En ambas situaciones hay presencia y espaciosidad.
Una cosa que valdría la pena aclarar es que entre el individuo y su mandala hay una relación simbiótica.
Es un flujo constante e integrado de la deidad al mandala y del mandala a la deidad.
¿Cuántas veces hay que repetir que deidad y mandala nunca son dos cosas aparte? Todas las veces.
(Y sin embargo esta no dualidad no excluye la dualidad, la relación, por lo tanto es la suprema no dualidad.)
Deidad y mandala se comanifiestan.
El centro del mandala da luz al mandala.
A la vez se puede decir que el mandala da luz a su centro, en el sentido de que la única razón por la cual el centro ha aparecido es para dar luz al mandala.
Luego, deidad y mandala se comantienen.
Insistamos en la continuidad entre el individuo iluminado y el resto del mandala.
Es en virtud del cuerpo, palabra y mente iluminadas que el mandala no solo se manifiesta sino se sostiene, y se sostiene en pureza, en integridad.
A la vez todo el mandala está al servicio de la deidad central.
De hecho la deidad central está ahí gracias al mandala, en cierto modo el mandala latente le ha dado vida a la deidad, y ahora la mantiene, por medio de su devoción y entrega.
El mandala sustenta la actividad iluminante del centro.
Más aún, individuo y mandala se comatan, se codisuelven.
Cuando la deidad se disuelve a sí misma se lleva a su mandala consigo.
Pero en cierto modo es porque el mandala ya llegó al nivel de su disolución que la deidad decide disolverse ella, puesto que ya no es relevante.
Cuando ya no hay mandala, el centro desaparece.
Es sano decir que hay un mandala sano y un mandalo enfermo.
El mandala sano es uno en donde el centro iluminado ilumina el resto del mandala.
Hay una sinergia impecable entre el centro iluminado y el mandala, que responde a su centro con total conexión.
El mandala enfermo es uno donde el centro no está iluminado.
Puede que aparentemente esté iluminado, pero ya sea su iluminación es parcial o no está iluminado, solo está pseudoiluminado.
A veces está directamente podrido.
En cualquiera de estos casos, el centro no puede iluminar el mandala, que es un pseudomandala.
Es un pseudomandala porque solo es el holograma de un centro que no tiene la capacidad, la intención y la sabiduría de manifestar un mandala iluminado.
No tiene lo que se necesita para cumplir a cabalidad con su función manifestante e iluminante.
Hay casos terribles a veces de maestros con una apariencia exterior muy sagrada, pero en las cámaras y recámaras privadas son unos auténticos hijos de puta, o incluso sin ser hijos de puta son regulares como el resto, lo cual no tiene nada de malo, el problema es que se hacen pasar por seres excepcionales.
Un rey es rey en todas las situaciones.
Hay que desconfiar de los reyes que no son nobles en su casa.
Otras veces el problema pareciera venir más del lado del mandala.
Puede que el mandala no esté sosteniendo debidamente al centro, no está orientando suficiente energía, conexión o devoción hacia la deidad central.
Incluso a veces está haciendo lo que se le da la gana.
Y abandona totalmente el centro, lo deja solo.
Es muy problemático cuando no hay o se rompe el vínculo entre la deidad y el mandala, lo cual por cierto a veces se debe a razones y karmas externos a la relación.
Por supuesto, decir que el problema viene siempre de un lado o de otro no es del todo correcto.
Siempre que hay un problema en el mandala hay un problema en el centro, y siempre que hay un problema en el centro hay un problema en el mandala.
En un mandala no hay, nuevamente, distinción entre centro y mandala: el mandala es el centro, mientras que el centro es el mandala.
Consecuentamente, cada miembro del mandala es la deidad central, reverenciada por el otro, y el otro es siempre y toda vez la deidad central, reverenciada por cada miembro.
Añadamos que todo el mandala está en la deidad y toda la deidad está en cada miembro, en cada punto del mandala, sin restarle a ese punto por cierto su propia naturaleza y personalidad.
Todos los puntos son el centro.
Todos los puntos son la deidad.
Atendamos esto: la sociedad iluminada no es una monarquía en tanto que hay un rey y muchos súbditos o ciudadanos.
El mandala iluminado lo es en virtud de que cada uno de los súbditos es el rey.
Es una monarquía sagrada porque es una democracia sagrada.
En la sacralidad verdadera todos somos sagrados.
En la sociedad iluminada todos somos dorados monarcas, todos somos el centro del mundo, y asumimos este resplandor, este orgullo divino.
Y asímismos reverenciamos a todos como Budas, ya que lo son.
Por otro lado, así como cada individuo es un centro, cada conjunto de individuos es central también: un rey colectivo.
El próximo buda será la sangha, dijo memorablemente el venerable Thich Nhat Hanh.
Solo quedaría añadir una última cosa.
Decíamos que el mandala es expansivo.
Expansivo quiere decir que crece en tamaño, sí.
Pero también que se multiplica, esto quiere decir que un mandala se vuelve dos o innumerables mandalas, como en una suerte de mitosis mandálica.
Un mandala nace de otro mandala.
Sin embargo no es una mera reduplicación: de hecho, cada mandala tiene su propia idiosincracia, no hay uniformidad.
Otras veces, el mandala no nace de otro mandala, sino surge solo así, espontánemente.
La explicación es que el campo mórfico de la iluminación empieza a generar mandalas por doquier, unos chiquitos y otros gigantescos.
Si en verdad son mandalas, no hay uno más legítimo que otro.
En corto, ya no hay un mandala con su centro sino muchos mandalas con sus deidades centrales, lo cual constituye la esencia del modelo holónico.
Todos estos mandalas conforman el gran reinado, o metareinado, de la iluminación.
Al Druk Sakyong,
Venerable Vidyadhara,
Chögyam Trungpa:
de sus venas abiertas
salía oro líquido.
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