En un sentido hondo, la palabra iluminada es reverberación: reverberación del espíritu.
Esta energía de la palabra puede tomar la forma de sonidos o mantras sagrados.
De himnos, cantos y plegarias.
O la forma de enseñanzas verbales, sean orales o escritas.
El darma está ahí para ser compartido, y una forma tan sencilla de compartirlo es por medio de la palabra.
Así, son muchos los maestros que usan la palabra iluminada para propagar el darma.
Desde luego, no todos quienes usan la palabra iluminada son maestros.
Y no todos los maestros usan la palabra para enseñar.
Pero la palabra sigue siendo un vehículo muy privilegiado para mostrar al otro “la otra orilla”.
La palabra Iluminada tiene propiedades singulares.
Es transformadora, bella, significativa, profunda.
Nos eleva.
Nos poetiza.
Nos esperanza.
Nos inunda de claridad.
Desata fuegos, poderes, dones.
La palabra crea fantásticos campos de comunión.
Siendo misteriosa, nos revela el misterio.
Sobre todo, es liberadora: lleva a quien la escucha más allá de la prisión del ego.
Esta clase de palabra se contrapone a la palabra mundana, que no eleva el espíritu (es una forma de decirlo, el espíritu no requiere ser elevado).
No solo no eleva el espíritu: lo opaca.
Claramente, no todas las palabras pretendidamente espirituales son palabras iluminadas.
Estas palabras, por hueras, son incluso más samsáricas que las otras.
Es algo que todos sabemos demasiado bien.
En rigor, la palabra iluminada solo lo es en virtud de su capacidad de llevarnos a un ámbito superior y sagrado… o de traerlo a nosotros.
Alguien puede hablar de una cosa perfectamente anodina, pero su hablar viene preñado de una vibración muy alta, crea en nosotros un efecto radiante.
Es como si su hablar viniera mezclado con el aliento de lo divino.
Aún de una manera indirecta, devela y bendice.
En un sentido ancho, cuando se habla aquí de palabra iluminada, se habla de cualquier transmisión que se formula en un lenguaje concreto, no estrictamente verbal.
Un cuadro de Blake es palabra iluminada, por ejemplo.
Dicho esto, es evidente, y desde luego significativo, el rol que la palabra puramente verbal guarda en toda transmisión del espíritu.
Para empezar, en la transmisión oral, que viene a ser una pieza importante de la cultura espiritual.
Por cierto, es frecuente que se trasvase al formato escrito.
Así nacieron no pocas sagradas escrituras, de tantas vastas religiones.
(Aunque puede ser el caso también que estos libros hayan sido escritos directamente, sin pasar propiamente por lo oral.)
Las palabras y enseñanzas sagradas tienen un valor incalculable, y son en sí mismas un objeto de refugio (incluso un ente venerable y vivo, como es el caso del Sri Gurú Granth Sahib –el undécimo maestro– en el sikhismo).
Hay quienes aseguran que cada vocablo, cada sílaba, de estos textos es pura, impermutable y no arbitraria.
Por lo mismo ponen estos textos encima de todos los otros textos (y jamás en el suelo).
Cuando un inspirado repite, en perfecta devoción, las líneas de estos libros, el resultado es estimable.
Y sin embargo un inspirado no requiere de libro alguno: él mismo emana, cuando habla, canciones instantáneas, borrachas y divinas.
De la boca del inspirado jamás salen palabras convencionales, no, palabras degradadas, no: solo palabras evocadoras, serenas a veces, otras de fuego.
Por demás, el siddhi del profeta consiste en decir exactamente lo que el oyente necesita escuchar, en base a su particular situación y capacidad.
Un maestro avanzado es incluso capaz de hablar a todo un grupo de oyentes en función de las diferentes resonancias que lo componen.
Con un solo mensaje habla a todos, pero es realmente como si se dirigiera individualmente a cada cual.
Se puede pensar que solo los altos maestros y otros seres especiales pueden diseminar la palabra iluminada: no necesariamente.
Cualquiera de nosotros, por muy ordinario que sea, es un vehiculo suficiente para hablar con la garganta de Dios.
La palabra no es patrimonio exclusivo de individuos selectos.
Cuaquiera puede ser raptado por el lenguaje infinito.
Y aunque no sea propiamente “raptado”, de algo será servirá que busquemos expresar en lo verbal nuestra devoción.
Lo cierto es que muchas veces uno solo siente al Espíritu hasta que empieza a hablar de él.
De análoga manera, no hace falta ser iluminado para escuchar la palabra iluminada.
Cierto que, si somos iluminados, la escucharemos prístinamente, en todo su esplendor y resplandor.
Pero ser iluminado no puede ser en todo caso el requisito para escuchar la palabra iluminada.
La palabra está ahí, justamente, para iluminarnos.
Así pues, cualquiera es potencialmente digno de recibir la palabra iluminada.
Y cualquiera pueda abrirse a ella, independientemente de su grado de entendimiento.
Aunque no la entendamos del todo, la palabra iluminada tendrá alguna clase de impacto en nosotros.
Si no ahora, luego.
(Sílabas–semillas para árboles futuros.)
Claro, hay lodos y desiertos, tierras difíciles: almas secas, almas no sutiles, almas reacias a dejarse tocar por estos vocablos.
Y es cierto que la palabra es no para dejarla tirada, en una piara cualquiera, en donde no la van a recibir y no la van a comprender, en donde inclusive la van a desdeñar.
Tiene que ser soltada en situaciones propicias, en donde sea reverenciada, no contaminada.
¿Por qué? Porque la palabra iluminada es diosa, no desperdicio, y no hay mayor crímen que desperdiciarla en los desiertos.
Mejor proferirla ahí donde la amen, la cuiden.
Todo profeta paga un precio delirante por levantar la palabra ahí donde no es apreciada.
Si consigue levantarla, será con gran energía y sacrificio.
La palabra que no es amada pesa.
Por lo tanto, digamos la palabra inteligente y funcionalmente.
¿Cuál puede ser el punto de la palabra, si no va a dar en el blanco?
La palabra que no es merecida, rara vez transfigura.
Por lo tanto tiene que ser ganada, por medio de la receptividad.
¿La vamos a dejar desnuda, en medio de los orcos?
La palabra requiere toda vez de un contenedor especial.
Requiere ambiente, requiere mandala, requiere misterio.
No necesariamente un mandala pomposo y solemne, simplemente un lugar apropiado y receptivo, en donde la magia pueda circular.
(Un espacio que no sea un autobus.)
La magia, para funcionar, necesita de la magia de la atención y de la sensibilidad.
La magia dicha necesita un oido mágico.
Ciertamente no puede ser impuesta, obligada.
Si es impuesta, magia no es.
No podemos imponer la palabra a nadie.
Y sin embargo, y dicho todo lo anterior, no se la podemos negar a nadie tampoco.
La palabra está para que todos sanen y despierten.
Es cuestión de decirla hábil, dúctilmente.
Nuestro deseo al final es que todos reciban la corriente visionaria y psicoactiva de la palabra.
Que todos encuentren, por medio de la palabra, universos de revelación.
Que la palabra nos abra al símbolo y al silencio.
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