Skip to main content

K


El asunto del karma es complejo.

 

Para empezar tiene variantes. Se puede entender el karma como una suerte de ley externa, objetiva, independiente, un principio metafísico y cristalizado de alguna clase. O se puede entender como un mecanismo de nuestra subjetividad y nuestra intencionalidad, individual y compartida. Desde luego, un correcto entendimiento sabrá honrar ambas esquinas, sin reificarlas. 

 

Hay nociones del karma que casi coquetean con la predeterminación y otras que dejan mucho lugar para la autodeterminación. Por un lado es cierto que el karma tiene eso de inexorable, parece un destino. Pero el karma no es un destino, en tanto que siempre deja un lugar para la agencialidad. 

 

Karma quiere decir acción. Y no hay acción sin reacción. Con lo cual estamos hablando de una producción causal. Además de las causas, hay condiciones cooperantes, a lo mejor podríamos llamarles causas secundarias, que influyen en la manera en que se secuencian los resultados. De más está decir que el juego kármico es vertiginosamente complejo, por virtud de la interdependencia universal, en donde al final todo es causa de todo. 

 

La recta relación con la realidad, o darma, tiene que darse en acorde con las leyes del karma, que por tanto hay que conocer. Desde luego, para conocerlas primero tenemos que reconocerlas, reconocer la realidad del karma. 

 

En efecto, estamos viviendo en un universo kármico; el karma determina nuestra realidad. Lo cual tampoco es críptico. Yo no puedo pegarle a usted, lector, un manotazo, y pretender que eso no va causar una manifestación, que eso no tendrá un peso kármico. En este caso, la reacción, sea cual sea, será inmediata, lo puedo asegurar.

 

Los budistas, nuevamente, hablan de ciertas características del karma. La primera es que el karma es definitivo: toda acción madura en un resultado.  La segunda es que una pequeña acción puede traer consecuencias gigantescas: el karma funciona como una onda expansiva, que prolifera: una pequeña mentira puede convertirse en una tragedia shakespeariana: el efecto mariposa y tal. La tercera característica es que nunca vamos a experimentar el efecto de acciones que no realizamos; dicho de otro modo: el universo es justo. Más allá, los acreedores kármicos, por así decirlo, siempre están trabajando y todas nuestras accciones –buenas o malas– serán cobradas. 

 

Una vez reconocida la dinámica kármica, nos familiarizamos con ella, y accionamos acordemente: nos hacemos kármicamente responsables. Por cierto, la ley kármica no necesariamente coincide con la ley de nuestra cultura, religiosa o secular. A veces sí y a veces de plano no. A veces de hecho la responsabilidad kármica va en contra de las convenciones y los entendimientos al uso. El karma no niega pero excede esos legalismos, sean naturales, humanos e incluso divinos. 

 

En el budismo se habla de trascender el karma, pero para trascender el karma necesitamos paradójicamente de buen karma, es decir mérito. Sin mérito, no tendremos las condiciones propicias para esta trascendencia. Desde luego, al beneficiar a los otros –imperativo espiritual– inevitablemente crearemos buen karma. 

 

Este asunto del karma es inagotable. Sirva este texto como una nanointroducción. 

Comments