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Amantes del destino


Hay personas que siguen creyendo en el destino.
 

 

Para ellas los eventos ya están escritos, los latidos contados. El nido es un prenido. El ave un prepájaro. 

 

El destino nos pone necesariamente en el territorio de la necesidad y de la causalidad. Desde luego, uno puede ser fan duro de la causalidad, e incluso del determinismo rudo, sin necesariamente creer en el destino. 

 

O podemos creer en el destino, pero sin dotarlo de ninguna lealtad metafísica. Por ejemplo, estamos destinados a morir: no significa que haya una fuerza foránea, intrusa, llevándonos a nuestra muerte. 

 

Otras personas dan al destino una cualidad casi sobrenatural. Ven ahí algo más que mera secuencialidad: para ellos el destino es una suerte de trayectoria misteriosa que nos empuja en determinada vereda y dirección; una forma externa que delinea de modo inexorable, a veces amargo, nuestra vida.

 

Este sistema de realidad alcanza a veces un paroxismo que no da lugar al libre albedrío. Muchas fábulas clásicas nos dejan sentir ese ineluctable poder: no importa lo que hagas por evitar un maleficio, un outcome, ahí terminarás. 

 

Hoy la noción del destino pervive en subculturas como la astrología, en donde muchos  encuentran la justificación de un sino. 

 

Desde luego, se sigue entendiendo a Dios como una suerte de agente transparente que guía nuestros destinos, de un modo suave o absoluto. 

 

Supongo que la versión secular del destino es el determinismo freudiano, biológico o social. 

 

Para los amantes de destino todo está cansado de antemano. Todo ya venció.

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