“Cuando veo que soy nada: eso es sabiduría.
Cuando veo que soy todo: eso es amor.”
Sri Nasargadatta Maharaj
Es curioso que Rumi haya nacido, de todos los lugares, en lo que ahora conocemos como Afganistán (migraría luego, bajo amenaza mongola, a regiones hoy turcas). Para algunos, Afganistán significa reclamación y admonición y justicia. Para otros, una coartada petrolera regentada por los imperios, una luz injusta que quema los cuerpos de los inocentes. Pero todo ello no es más otra rapsodia en la ceniza de los tiempos. Afganistán es, sobre todas las cosas, una médula de sol, de donde surgió el gran Yalal ad-Din Muhammad Rumí, o más simplemente, Rumi.
Rumi nace en el año 1207. Hombres de su tiempo fueron Francisco de Asís y Genhis Kan, Santo Tomás y Alfonso X, Dante y Marco Polo. Con todo, Rumi no necesitó de la grandeza de ninguno de ellos, pues era grande por cuenta propia y estaba rodeado de grandeza. Sabemos que tuvo contacto con lo más refinado de la vida espiritual y literaria del universo persa. ¿No conoció al enorme Attar –al poeta Attar– muy temprano en la vida? Attar reconoció en Rumi al avatar que ya era.
El santo poeta
Se diría que Rumi bien podría tener la estatura espiritual de un Jesucristo. Es un santo del último nivel. ¿Y qué es un santo? “Un santo es un teatro en el que se pueden ver las cualidades de Dios”.
Por supuesto, todos quieren ir al teatro. Rumi es carne segura para los carroñeros espirituales de todas las tradiciones, que coinciden incestuosamente en su persona. Universal como nadie, él mismo se encargó de fomentar una visión panreligiosa: “Al entrar en un mezquita musulmana, una sinagoga judía y una iglesia cristiana no veo más que un altar”. El poeta se abre y ofrece como una fruta erótica hacia todos los pueblos religiosos de todos los tiempos.
Esta visión tan expansiva no riñe con el hecho de que Rumi es y será siempre el anfitrión privilegiado del Islam, e incluso el salvador del Islam, que ha pasado como sabemos por fases dogmáticas de contracción y de anatemización. Rumi le devuelve al Islam su dignidad incomparable, protegiéndole de sus enemigos externos y también de los internos, de los juristas y los acalorados guerreros.
Ha dicho el poeta, por cierto, burlándose de los guerreros: “Como niños en caballitos de madera, los soldados proclaman / Estar montando a Boraq, el caballo nocturno de Mahoma, o a Duldul, su mula.”
Sólo descorriendo las brumas de la ideología religiosa, o de la religión ideológica, podemos recibir los esplendores sinceros del sufismo, en cuyo seno por demás Rumi juega un rol chispeante, siendo el corazón de la orden Mevleví. En la danza sagrada, los derviches encuentran una conexión con lo más alto.
Proverbial es la relación de Rumi con el inefable Shams, en quien recaudó las aguas mismas de la realización. De hecho, sólo la muerte misma de Shams en manos de un asesino pudo separarlos. Separarlos es un decir, puesto que el vínculo perseveró sustancialmente en su forma primigenia: Shams y Rumi no eran dos, jamás lo habían sido. Esta clase de amistad fértil nos recuerda fuertemente al lamaísmo tibetano, en donde el gurú es una manifestación de nuestra naturaleza profunda, y nos transmite facultades ignotas por medio de una bendición especial.
Pero acabemos de describir al santo. Y al santo no es posible describirlo sin describir al loco, pues en toda santidad hay una manera de locura. No es infrecuente encontrar a seres que incluso siendo muy sutiles y adelantados dan signos de un comportamiento errático. A veces, la realización trae consigo una especie de liviandad absurda, caótica, irreverente, mordaz, necia, majadera, inclusive oscura, inclusive inmoral, inclusive peligrosa. Es lo que comúnmente se llama “loca sabiduría”. Esta clase de sabiduría está más allá de las buenas maneras y las convenciones sociales, y está ligada a un instinto de provocación. En el poema Importancia de la artesanía de las calabazas, una mujer muere al ser penetrada por un burro. ¡No exactamente la clase de historias que cuenta Cash Luna en su iglesia! Pero Rumi ha sido traspasado por ese humor avanzado en donde lo cósmico y lo cómico son una cosa y lo mismo. ¡Cuando Groucho es marinado en la salsa impredecible de la divinidad, entonces nace el incomparable Nasrudín!
Hay loca sabiduría en Rumi, pero esto no significa que Rumi no sepa apreciar las medidas. De hecho, hay una permanente invitación al autocontrol: “Los cimientos y los muros de la vida espiritual / están hechos de abnegación y disciplina”. Lo que ocurre es que Rumi no confina lo absoluto a una experiencia de sobriedad. Por tanto, en su modelo de salvación hay mucho espacio para la ebriedad, no entendida como alguna clase de desmayo hedonista o toxicomanía de turno, sino como un éxtasis creativo que genera un tumultuoso santuario interior.
Esta clase de misticismo no ascético se manifiesta como vuelo: “El místico vuela de momento en momento. / El temeroso asceta se arrastra de mes en mes”.
Como se sabe, el sufí está ligado a la belleza, a la danza y el canto: “Hemos ido a parar al lugar / donde todo es música”. Y a la singularidad poética: “El amor me ha usurpado las prácticas / Y llenado de poesía”. Y al erotismo: “Tal y como hagas el amor es como Dios estará contigo”. El mundo es desbordante, rico, resplandeciente, infrecuente, hipnótico.
Esta experiencia de plenitud es indisociable de la experiencia del vacío: “Este mar invisible te ha dado toda esta abundancia / Que sigues denominando “muerte” / pero que es la fuente de tu sustento y tu trabajo”. Rumi aconseja: “Vive en la nada de la que procedes, / Aunque tengas una dirección aquí.” Semejante trabajo desemboca en la aniquilación mística: “No existen los derviches, y si existen los derviches, no existe ninguno”.
Por supuesto, el medio iluminado para reunir ambos misterios –el del silencio trascendental y el de la fertilidad amorosa– es la poesía. La poesía es el último vehículo para fundir la sensualidad creadora y la nada nouménica en un solo perfume.
Como dice Rumi en el poema Sé nieve fundida: “Una flor blanca brota en el silencio.”
Rumi superstar
Rumi nos legó una obra caudalosa, masiva, un huevo bibliográfico de dimensiones respetables. Esta bibliografía suya es una especie de fisura literaria, de donde surge la lava más dulce, y esa lava nos degolla a todos con tanta dulzura. Con la cabeza cortada, caemos en estado de postración. Hubiera bastado para entronizar a Rumi el Masnaví con sus 25,618 pareados y seis libros. “Un Corán persa”, dicen los entendidos. Pero además tenemos otras obras traspasadas como “Los Trabajos de Shams de Tabriz” –de unos 40,000 versos– y la colección de discursos Fihi Ma Fih. Y más. Rumi forma parte de una noble tradición poética habitada por Sanai, por el mismo Attar, por Hafiz.
No seré por una vez charlatán y decir que he leído a todo Rumi. Nada de eso. De hecho, mi contacto con Rumi ha sido muy parecido al de tantos otros en occidente: por medio de una antología. Y como muchos otros, lo conocí vía Coleman Barks. Pero eso lo agradezco. Porque dejarse llevar a Rumi vía Coleman Barks es dejarse llevar al agua por el agua. Lo de Barks es la edición, más que de un traductor, de un discípulo espiritual (Bawa Muhaiyadeen le aconsejó a Barks: “Si trabajas con las palabras de un gñani, debes convertirte en un gñani”). Los comentarios de Barks son, por cuenta propia, suficientemente majestuosos. Como cuando dice: “El lenguaje no es más que un añorar del hogar”. Barks ha sido la llave con que Rumi entró al Siglo XXI: gracias a él, Rumi ha vendido lo que raramente un místico.
El arcano gramatical
Desde luego sería un error reducir a Rumi, el convector cósmico, a un mero fenómeno editorial, o literario para el caso. Pero por otra parte es obvio que Rumi es de hecho un fenómeno literario, un fenómeno escritural.
Y eso se ve en su estilo, que sigue retándonos, tantos siglos después. Rumi habla desde el arcano gramatical, fruto de todas las auténticas vanguardias. Intercala, metatextualiza. Hay toda clase de disgresiones celestes, poemas dentro del poema, que se imbrican como en un brocado infinito. Poemas que son narraciones que son parábolas cuya moraleja son todo, menos eso.
Dotado de metáfora, poseído por la imagen, su lenguaje está loco de significación, de posibilidad nouménica, respondiendo a oleadas de sentidos, no a ordinarias estructuras sintácticas, y eso mismo es lo que hace de Rumi un poeta visionario, que nos asesta versos incomparables como este: “El mundo es como un ciego / Defecando en cuclillas en el camino.” O este otro: “A cada segundo bebo una copa del vino de mi propia sangre”.
Imágenes evanescentes, pero dotadas de tacto, de hiperestesia, de volcada terrenalidad intramundana.
El tambor que nos llama
Rumi es la clase de poeta que nos gustaría que nos leyesen mientras nos recuperamos de un infarto al miocardio. Digamos que es un poeta para ocasiones especiales.
Sin embargo también es un poeta para cualquier ocasión: un poeta para siempre. Uno puede leer mil veces a Rumi, y habrá leído a mil poetas distintos: es así de inagotable. Siempre con Rumi se da un rapto. Nadie puede hacernos sentir una y otra vez la emoción transpersonal como lo hace Rumi. Es una torre de asombro.
Y de amor. Como él mismo clama, el amor es la realidad y la poesía es el tambor que al amor nos llama. Esta clase de amor se manifiesta como transmisión, es decir como conversación amatoria o conferencia sagrada. Recordemos que Rumi dictó buena parte de su obra a uno de sus discípulos. Por tanto, leer a Rumi es toda una iniciación por derecho propio, un evento en donde hay dos dando y recibiendo un mismo y solo enigma.
Reconoceremos a los elegidos porque será poesía lo que saldrá de sus bocas. En estos tiempos de falsos y rentables profetas, esclavos de su propio escenario, es preciso volver a los auténticos aristócratas del espíritu. ¿No está Rumi para siempre rodeado del aire de la eternidad? Aire de giro derviche en cuyo centro él se encuentra como una esencia intangible. Rumi rodeado de un pueblo de ángeles. Rumi en el ojo del huracán de lo invisible.
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