De chavito me cacharon unas porno en el colegio. En ese tiempo, traficar con semejantes materiales era un oficio heroico. Es cierto que me agarraron, pero conseguí antes mostrar las revistas a mis compañeros de aula, quienes vieron las fotos con asombro casi teleológico.
Hoy la pornografía se ha democratizado hasta el punto en que ha perdido toda su gracia. En un segundo, estoy en un viendo escenas eróticas tan explícitas que incluso aburren. Se ha acabado el misterio. Se acabó el peligro.
Los filósofos enciclopedistas asumieron que la información debía darse sin reservas. Para ellos tratábase del camino obvio para salir del oscurantismo, y en una medida tenían razón. Pero no contaban con algo: el exceso de información banaliza la información. Ésta cesa en el acto de ser revolucionaria y transformadora. Al darla por sentada así desaparece. Todo conocimiento que alcanza un grado excesivo de manifestación deja de existir a los ojos del receptor, se invisibiliza. Está allí, pero es como si no estuviera. Aprendemos que la información es significativa sólo en la medida en que su descubrimiento implique un proceso y una dificultad.
En las primeras décadas del siglo pasado, personas aventureras y temerarias como Alexander David–Néel descubrían el Tíbet, y eran introducidas a prácticas maravillosas que nadie conocía en el hemisferio occidental. Prácticas por las cuáles las personas viajaban cientos de miles de kilómetros, a veces perdiendo la vida en algún sendero nevado en la mitad de la nada.
Hoy tales prácticas están colgadas en cualquier esquina de la web. Son tan cercanas como las tetas de una gringa en springbreak. Por supuesto, es información espiritual sin poder, sin bendición. Lo cuál representa un peligro: la ilusión de tener en las manos un conocimiento real cuando a lo mejor ese conocimiento nunca ha estado más lejos. La era de los autodidactas trae consigo una soberbia, una ignorancia, una puerilidad. Es una nueva forma de oscurantismo.
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